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Séptimo capítulo de la serie de 12 que indaga el cambio de modelo productivo por el cual la antigua fábrica de Tabacalera se convirtió en el actual Centro de Cultura Internacional. Al acecho, dos grandes interrogantes: ¿qué necesitamos del pasado cuando se trata de trabajo? y ¿cómo y desde dónde se puede hablar de memoria?

Tabakalera encarna estas y otras muchas cuestiones, sin perjuicio de las cuales ha destinado un pequeño espacio en el centro, la Bodega, en el que la serie se expondrá a modo de instalación audiovisual, añadiéndose un capítulo a mediados de cada mes, desde la inauguración el 11 de septiembre de 2015 hasta septiembre de 2016. El proyecto se acompaña con un programa paralelo de actividades públicas.

 

Capítulo 7 - La vie matérielle (23’ 31’’)

 

A raíz de la emisión en una televisión local de un breve reportaje en el que aparezco leyendo apuntes de mi primer libro, he recibido no pocas cartas de lectoras... ¡Cartas! Me ha sorprendido gratamente que aún haya quien utilice la correspondencia y de un modo, además, exquisito. Casi todas me felicitan por el tono amable con que recito el texto. Gusta especialmente el fragmento leído, sobre la amistad. Me dicen que «tengo el pulso de una escritora contundente» y que «uso a bien el tan difícil cacareo de los adjetivos». Me llaman «graciosa». Me preguntan si soy bajita. Se interesan por lo que como, por las películas que veo, por las horas que duermo. Se me declaran confiadas y confidentes. Me piden consejo, al amparo del cual no evitan mostrar ni tratan de ocultar la poca estima que se tienen. Son, ciertamente, en su mayoría, hojas tristes. Y me escriben porque yo en cambio soy para ellas todo lo contrario. Un sol, me dice una. La estrella polar, me dice otra. «El shibboleth de un feminismo de cajonera» (esto nunca lo llegué a entender pero diría que es positivo, una broma, un guiño, porque a continuación me dibuja una carita que sonríe con media lengua fuera). Por suerte no llega la sangre de la prosa melosa al río: ninguna me tilda de faro que ilumina sus noches, ni nada por el estilo. Se contienen. Pero me adulan, a cada momento. Me adulan hasta casi agotar la paciencia del verso libre, que ya es decir. Una vez leídas todas las cartas (unas diez) siento que mi personaje, ese al que todas se dirigen, no da para tanto. De tan buenos deseos he acabado plana como una pantalla de plasma. Ya veis, qué paradoja.

Una lectora me envía un dibujo. Soy yo, eso dice ella, y es verdad que en algo se me parece. Lo ha dibujado un amigo habilidoso, al que compensó con un pincho de tortilla y un poco de marihuana. Me cuenta que su novio ha accedido a tatuárselo en el bíceps del brazo izquierdo. Su novio no tiene ni idea de mi existencia: él cree que se está tatuando a ella, pues «previamente me había cortado y teñido el pelo tal y como usted lo lleva en el reportaje». A continuación me detalla su plan, un ambicioso proyecto estético: puesto que los bíceps de su novio se mueven arriba y abajo con bastante soltura, está convencida de que el tatuaje, «colocado de la manera adecuada, se parecerá a usted cuando el brazo flexione y a mí cuando se extienda». Me pregunto a qué se parecerá cuando envejezca. Me pregunto, además, si el novio necesita reconocerla realmente en el tatuaje o le basta con la sensación de proximidad, de intimidad para con su deseo.

La palabras con las que comencé mi novela levantaban una fábrica en medio de esa nada que fue la hoja, ojal para el que había estado probando botones desde muy pequeña. Los botones nunca florecieron, yemas que mis dedos perdieron en la labor ingente y sistematizada que me tenía ocupada en la fábrica. Así, esta hoja mía, blanca y bruta, (hoja de ruta, de vida, de servicio y de reclamaciones) fue, muy al principio, y llanamente, una pared. Una pared fabril. La pared que se hallaba frente a mí, a dos metros del lugar donde trabajé por más de cuarenta años. O la que se escondía detrás de la máquina de café. O aquella detrás de la que nosotras nos escondíamos en el baño. O cualquier otra pared de la fábrica. Mientras trabajaba, escribía mentalmente en esas paredes, que, por otro lado, parecían hechas para ser escritas, porque hay algo en toda pared que canta «aquí escribió... » y la que no canta, es porque recita, y recita en voz baja poemas que buscan atraer para sí a cuantas mujeres y hombres consiga, pues son sentimentalmente voraces, las paredes, aunque solo sepan mirar a distancia. Nos quieren a su lado, como láminas. Se contentan con fotos, cuadros, pósters, graffitis... porque, a decir verdad, una vez te sitúas a un palmo de una pared, esta deja de verte. Ya no te distingue, solo te siente. Son hipermétropes. No ven de cerca. Si las paredes de una fábrica fuesen capaces de reconocer lo que tienen inmediatamente delante, no nos harían esperar siglos y reconversiones para que su espíritu nos confesase: “fui una cárcel”. ¡Qué expresión tan certera la de «pared ciega»!

Tanto la pared como el tatuaje comparten una misma preocupación: el cuerpo, donde vienen a derrumbarse o desde donde anhelan lanzarse al vacío. Y en tanto soy yo quien se encuentra en medio, me vivo en la intermediación de planos, alejada de toda nitidez, buscando en mi más próxima intimidad la difusa lejanía de un paisaje de fondo. He ahí la hoja blanca y la fábrica que surge en ella como si hubiese estado alguna vez tan cerca. Manchas: deseo mascado, salivado, convertido en bola, en piedra, en cuya química se encuentran dispersos y flotantes los ciento cincuenta y tres elementos que según la alquimia componen una vida material.

Descripción Corta

Séptimo capítulo de la serie que indaga el cambio de modelo productivo por el cual la antigua fábrica de tabacos se convirtió en el actual Centro Internacional de Cultura Contemporánea.

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