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Noveno capítulo de la serie de 12 que indaga el cambio de modelo productivo por el cual la antigua fábrica de Tabacalera se convirtió en el actual Centro de Cultura Internacional. Al acecho, dos grandes interrogantes: ¿qué necesitamos del pasado cuando se trata de trabajo? y ¿cómo y desde dónde se puede hablar de memoria?

Tabakalera encarna estas y otras muchas cuestiones, sin perjuicio de las cuales ha destinado un pequeño espacio en el centro, la Bodega, en el que la serie se expondrá a modo de instalación audiovisual, añadiéndose un capítulo a mediados de cada mes, desde la inauguración el 11 de septiembre de 2015 hasta septiembre de 2016. El proyecto se acompaña con un programa paralelo de actividades públicas.

 

Capítulo 9 (25'12'') - INVOCACIONES A LA DESAPARICIÓN

 

Una lectora me reprocha que haya elegido como protagonista de mi historia a una directora de teatro:

«Entiendo que usted, que tantos años convivió con la escritura como se comparte piso con quien no se cruza ni media palabra, traspasado al fin el fino tabique que separa las habitaciones de una y otra, no haya podido evitar enamorarse perdidamente. Y que este amor repentino tenga por eso mismo el sabor de cosa antigua, por cuanto ocurre entre dos que, pese a que no se conocen, han vivido juntas tantísimos años. Entiendo a su vez que a este amor le sobrevenga, casi como una fiebre, la necesidad de recuperar el tiempo perdido. Y que, por tanto, se adueñe de la situación la fuerza desmedida de una escritura que cabalga por hambre de sí, al que cabriolas y acrobacias dedica, en un empeño impulsado por lo que cree ser el acto de una justa y esperada reparación. Lo que no consigo explicarme es porque de entre la galería de personajes a las que usted podía dar el privilegio de encabezar su relato se haya decantado por una intelectual, una directora de teatro, relegando a sus compañeras, ese “grupo de mujeres que trabajan juntas” que aparece como segundo título y que, en mi opinión, genera falsas expectativas, a una suerte de coro, con presencia irregular y desprovisto de la singularidad que cualquiera de sus compañeras de otrora hubiese merecido».

¿Qué puedo decir? Es cierto. No decidí escribir por cuestiones de ética, ni por desvelos de fe, ni a vuelo de falda, ni por revuelo, recelo o canguelo ante falta... Tampoco, la verdad, como libelo contra ese Otelo que siempre fue el trabajo asalariado, sino porque me lo pedían las ganas. Unas ganas tremendas, como aquellas que me llevaron a Igueldo en compañía del primero que me tocó una teta.

Ganas que, al fin y al cabo, en ganancias no gobierna, salvo en las del contento. A tientas anduve y ya me las tuve con toda clase de remordimientos, cuando a mi ignorancia hube de añadir una responsabilidad del todo injusta para con mi posición en este asunto. No quería ni soñando ser cronista de época alguna. Preguntadle a las espaldas, ¿qué pensáis del pasado? y os contestarán: ¡pesa! ¿Cómo podría entonces la mía, que ya es quejosa, cargar con el de toda una fábrica? ¿Y qué digo una fábrica? ¡Con todo un sistema de producción, un gigante que se desmoronó tras siglos de existencia!

A veces pienso que un cierto sentido anticipatorio nos reveló la desaparición del mundo industrial que había sido el nuestro, el de nuestras madres, el de las madres de nuestras madres y aún el de las madres de estas. Algo así como una visión repetida y repartida hasta el punto de parecer incluso una aparición: anómala, ajena, extraña a la común realidad, cierto, pero incisivamente significativa, mucho más que esa cultura, que la comunidad de opiniones, pensamientos, pareceres, afectos y desafectos que formaban esa cultura tan lógica, tan confiada de sí, tan redicha, tan antigua, como era ese derredor industrial en el que, sinceramente, vivíamos aplastadas. Una realidad de la que, no nos engañemos, queríamos escapar. Es ahora que se añoran los humos en las ciudades, por entonces, más bien, se sufrían.

Sobre esto, y si me permitís el inciso, quisiera apuntar un detalle. Leo bastante sobre el trabajo, esa espina dorsal de las actividades humanas. Hay consenso en la demarcación de una línea histórica, aunque difusa, que separa el trabajo industrial del nuevo trabajo (¿qué es esto que llaman nuevo trabajo? ¿es verdaderamente nuevo? ¿o más bien son nuevas las condiciones en las que se produce? Y aún así, ¿son estas verdaderamente nuevas o hay elementos transhistóricos en ellas y lo que es nuevo es la combinatoria de sus actualizaciones?). Este nuevo trabajo se encuentra en algún lugar más allá del sector servicios, en la serviciodumbre y consiste básicamente en la extensión del rendimiento de nuestra fuerza de trabajo en un proceso de dispersión espacial y temporal. Quienes insisten en la existencia de tal división cometen por lo general el pequeño error de dar por sentado que el trabajo anterior era en concepto más simple que el actual. El trabajo ha sido siempre una fuerza de atracción y expulsión sumamente compleja. Del trabajo asalariado, por ejemplo, no se puede esperar otra cosa que el sometimiento de las variopintas realidades humanas a un común sistematizador (una actividad, un salario) y en tanto así fue siempre culturalmente destructivo. Lo cual no implica que se percibiera como tal. Imposible resultaba hacerlo. Como eufemismo de la explotación, el trabajo surge de la normalización histórica de un accidente, lleva implícito el aplastamiento de los tiempos que le es propio al accidente y en tanto así impele a quienes lo practican una urgencia sobrevenida. ¿Cómo entonces una «cultura del trabajo»? O mejor dicho ¿bajo qué condiciones? En este sentido, las trabajadoras hemos caminado siempre como sobre brasas ardientes. 

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Noveno capítulo de la serie de 12 que indaga el cambio de modelo productivo por el cual la antigua fábrica de Tabacalera se convirtió en el actual Centro de Cultura Internacional.

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