Abierta en dos continúa mi práctica hasta ahora. Diría que va de encontrar emociones dentro de ti, de conectar con el reflejo de tu vulnerabilidad en el espejo o, como diría la escritora Helen Macdonald, de hallarse a una misma desesperadamente deseosa de que otros ojos te vean, incluso si tu presencia les hace salir corriendo, porque quieres estar en su mundo.
En mi trabajo los espejos son dibujos de flores y animales que viven con la misma intensidad, ternura y apertura que tú; personajes que se transforman al tiempo que intercambian afectos unos con otros, y que, como Mcdonald, comparten el deseo de ocupar un espacio de intimidad en el que ser vistos.
Quiero pensar que algunas de las transformaciones de estos personajes responden al hacer específico de la acuarela. Al dar forma a una flor con agua, por ejemplo, siento que no es casual que su tallo y sus hojas aparezcan empapados. Veo una relación en el movimiento del agua (material) por la superficie del papel y el movimiento de ese agua (metafórica o erótica) por la superficie de estos cuerpos; en cómo resbala empujada por el pincel y cómo se precipita al suelo, formando charcos reflectantes. Atiendo a las gotas que se acumulan en los pétalos y las hojas, con el mismo esmero que al sudor que transpira la piel, al intercambio de fluidos o a las lágrimas que brotan de sus ojos.
La talla ha incorporado nuevos gestos a mi hacer, diferentes a los de la acuarela. Pero hundir la gubia en la madera y generar concavidades en su fibra también reproduce una forma de trabajar que me interesa mantener. Ambos procesos me permiten estar mucho tiempo en el mismo lugar y comparten una insistencia en el dibujo, un deseo de pasar tiempo con la imagen.
En definitiva, de lo que se trata es de seguir con lo mismo, eso es, con la acuarela y la talla, de darles compañía, espacio y tiempo.