Serie de 12 capítulos que indaga el cambio de modelo productivo por el cual la antigua fábrica de Tabacalera se convirtió en el actual Centro de Cultura Internacional. Al acecho, dos grandes interrogantes: ¿qué necesitamos del pasado cuando se trata de trabajo? y ¿cómo y desde dónde se puede hablar de memoria?
Tabakalera encarna estas y otras muchas cuestiones, sin perjuicio de las cuales ha destinado un pequeño espacio en el centro, la Bodega, en el que la serie se expondrá a modo de instalación audiovisual, añadiéndose un capítulo a mediados de cada mes, desde la inauguración el 11 de septiembre de 2015 hasta septiembre de 2016. El proyecto se acompañará con un programa paralelo de actividades públicas.
Capítulo 6 - Apuntes del primer libro de la señora M.
(leídos amablemente por ella misma)
Lo mío como escritora me es muy cómico. Más allá de que me sienta o no como tal, escribir me produce el efecto que ocasiona una contrariedad inofensiva en el pensamiento tripulante: me embarca en emociones muy concretas de las que, sin embargo, no me embargo. Todas mis emociones se reúnen en la intensidad del tiempo que dedico a escribir. Son felices allí. Ni son pasto de las historias que narro ni necesito que estas las regurgiten.
Hablo como si fuera una profesional, yo, que tan solo escribí diez novelas y un millón de versos.
(Esto es lo que me decía cuando empecé a escribir, para no desesperarme, ni aburrirme, para que la impericia no me fuera en contra sino a favor, para que ninguna vez primera se tomara el derecho de ser la última, para poder disfrutar de la simple tontería de escribir, pues, debo confesarles, había sentido esa tontería desde pequeña y había dejado seguir su curso como tontería que era, sin prestarle atención, creyéndola absurda pero íntimamente importante, hasta que me fui dando cuenta de que a lo largo de la vida esa clase de tontería aprovecha la mínima para irse de vuelta al pasado, restando en su lugar una vaga sensación de cobardía, que una desatiende escondiéndose en el lado más estúpido de la casa).
Desde que decidí (...) y me dije, muy seriamente, “ya es suficiente”, las tardes caen silenciosas y el silencio, en vez de resultarme una explanada sin fin abierta al dolor, que es lo que yo me imaginaba que sería, pues así fue en otras ocasiones, me ha reportado en cambio un sabor de cálida intimidad, parecida a la que se siente a resguardo del frío invierno, como quien otea desde su ventana una plaza nevada y vacía, rodeada de oscuros edificios salpicados por doquier de otras muchas ventanas, con sus luces anaranjadas veladas por gruesas cortinas. A poco que una escuche, no escucha nada, ¡nada! Pero ahí están todas las voces que, como yo, disfrutan en ese momento de una misma intimidad, a la par común y particular.
Fue inmersa en tal sensación de intimidad silenciosa, exclusiva e inclusiva, que me propuse escribir y, en concreto, escribir sobre aquellos años en los que mi cuerpo era saludado como una más de entre un grupo de trabajadoras. Deben disculpar si hablo de cuerpo y no de persona, deben disculpar y atender al pronto revelador de esta palabra, cuerpo, que es, de cierto, muy bruta con eso que llaman identidad o personalidad (o incluso carácter), eso que dice distinguirnos de entre una masa, diferenciarnos de entre las figurantes, como se diferenció Emma Bovary o Nora Helmer, tan bruta esa palabra, cuerpo, como necesaria, pues era así, cuerpo éramos y no otra cosa, y puesto que he decidido escribir, he decidido no engañarme, no falsear ni postular Dulcineas del Trabajo, sino tratar de encontrar en las mismas palabras que parecen socavar y hundir nuestra dignidad la fuente de una resistencia que tuvo lugar, existió, que no fue ni heroica ni milagrosa, sino inteligente y consustancial, una resistencia activa que pasaba, y pasa ahora, por no renunciar a lo que hemos sido: hemos sido cuerpos, hermosos cuerpos lubricando luz en un infierno que no era especialmente peor que otros.
Como escritora soy tan niña como la bruma de la mañana, pero mi cuerpo dispuesto con sorprendente decisión sobre el papel y la mesa de escritura, es anciano, y se duele. Y este dolor me pertenece, me asquea, me acompaña, me mantiene despierta, me hace recordar, atesora un saber que es un más allá de aquello que los amantes de la técnica llaman “saber hacer” (es, inversamente, un “hacer saber”). Mi cuerpo forma parte de un común que señala: lo he hecho, lo hemos hecho, lo hicimos... y tan anónima y de aparente nimiedad fue la labor que encarnó y levantó y aupó y construyó ese cuerpo, el mío, uno de tantas, como inevitable concluir lo siguiente: no somos víctimas de la historia sino luchadoras increíbles. Que carguen con las penas los usurpadores de dolores ajenos.
No piensen que trato de ocultar las terribles injusticias que tan abundantemente prosperaron, sino alzarme sobre ellas, desde ellas, como una voz más en ese desierto helado al abrigo y al calor de nuestras débiles ilusiones, para que quede claro que hubo un nosotras. Lo hubo, sí. Y por eso escribo.
(La poesía son tus ojos. Y amistad tus manos que se inclinaron sobre mí la primera mañana de muchas. Fuimos, somos y seremos).
Sexto capítulo de la serie que indaga el cambio de modelo productivo por el cual la antigua fábrica de tabacos se convirtió en el actual Centro Internacional de Cultura Contemporánea.