Lake Tahoe, Fernando Eimbcke, México, 2008, 85’, VO
No sería descabellado describir Lake Tahoe como una anti-road movie. Ya en el primer minuto de película, el Nissan rojo de Juan, un adolescente de 16 años, se estrella contra un poste. El incidente tiene lugar en off, lo escuchamos sobre negro pero no lo vemos. Las bases del filme quedan sentadas desde este preciso instante. Por un lado, el absurdo de que la road movie arranque ahora que no hay coche, como el viaje circular, casi a modo de loop, que Juan emprende para intentar reparar el vehículo. Por otro, la gramática minimalista de la que se sirve el mexicano Fernando Eimbcke, que nos remite al Jarmusch de Permanent Vacation (1980) o Stranger than Paradise (1984), intercalando cortes a negro para separar escenas, dotando a la película de un carácter episódico, casi asemejándose a las viñetas de un cómic. El uso del formato cinemascope y de lentes gran angular, a la manera de un western deconstruido, acentúa las peculiaridades de este universo que parece haberse confabulado para que Juan no logre su objetivo. Pero como bien nos dice Ricardo Piglia en sus Tesis sobre el cuento, “un cuento siempre cuenta dos historias”, y el objetivo de Juan no es el que parece, aunque probablemente ni siquiera él lo sepa. Bajo esta red de encuentros, desencuentros y piezas de automóvil esquivas, hay una corriente subterránea, una historia cifrada, tejida con delicadeza y pinceladas de humor, que siembra y recoge con infinita ternura el dolor, la pérdida, y la vulnerabilidad ante lo inevitable de hacerse mayor.
No sería descabellado describir Lake Tahoe como una anti-road movie. Ya en el primer minuto de película, el Nissan rojo de Juan, un adolescente de 16 años, se estrella contra un poste.