Al nacer y en los meses inmediatos siguientes, una de nuestras primeras relaciones sensoriales con el mundo es a través de la boca. La fase oral termina según Freud en torno a los dieciocho meses, cuando justamente empieza un mayor desarrollo del habla. Vamos perdiendo esa necesidad de degustar y sentir oralmente a medida que aprendemos a nombrar. Hay una proyección de la palabra hacia el objeto, ya distanciado del fluido salival, para atraerlo de nuevo hacia nosotros. El verbo es una manera de conectarlo a nuestro organismo. Desembocamos el mundo de nuestro cuerpo para asirlo nuevamente con la palabra. Igual que en el mito de Eco y Narciso, y así como lo han tratado profusamente escritoras como Gloria Anzaldúa, paisaje, cuerpo y lenguaje, se anudan de maneras intrincadas creando caminos de ida y vuelta. En el mito, Narciso se funde con su imagen reflejada en el agua y pasa a transformarse en flor, mientras que Eco condenada a repetirla última palabra que dicen los demás termina recluyéndose en una cueva hasta que su cuerpo pasa a formar parte de la misma y solo queda su voz. En ambos casos, la idea de la repetición y lo doble es vertebradora de la fusión cuerpo-paisaje. En el acto de parecerse a algo, de poner algo en el lugar de otra cosa, de representar, va apareciendo una deformación que da lugar a nuevas relaciones inesperadas. Es en el acto de la representación donde se juegan estas relaciones. Un dibujo, un poema es también un territorio.