Old Joy, Kelly Reichardt, EUA, 2006, 76'
Huele como huele la tierra justo después de una noche de lluvia sobre la ciudad de Portland. Amanece y es un día cualquiera en la vida de Mark y de Tanya, una pareja joven que espera el nacimiento de su primer hijo y que poco a poco van imaginando cómo será ese nuevo tiempo que están a punto de iniciar. Es cuando suena el teléfono de casa y salta el contestador: “Hey, Mark”. Es Kurt, un viejo amigo, diciendo que ha vuelto a la ciudad y que estaría bien verse.
Así comienza el segundo largometraje de Kelly Reichardt, película-retrato de dos amigos que se reencuentran años después y que deciden hacer un viaje juntos a las montañas, quizá el último de una etapa de sus vidas. La película está basada en un relato breve de Jonathan Raymond, que a su vez se inspiró en un libro de la fotógrafa Justine Kurland, titulado Old Joy. Un libro que recogía imágenes de una comunidad naturista de los bosques del noroeste: cuerpos desnudos, rituales, ríos salvajes y árboles milenarios.
Volvemos al territorio de las películas de carretera, tal y como sucedía con River of Grass. Pero aquí el espíritu es otro, ya nadie huye, ya nadie trata de reescribir su destino, no. Mark y Kurt están en la treintena, ese momento en el que supuestamente todo se va asentando, o al menos eso es lo que les contaron cuando eran jóvenes y aún les quedaba mucho para “ser mayores, madurar y tomar decisiones”.
Kurt propone un viaje a las montañas, a las aguas termales de Bagby, en el Monte Hood. Una noche de acampada, como en los viejos tiempos. Y aunque al comienzo Mark duda, no tarda en aceptar y prepararlo todo: el saco de dormir, las cervezas, un mapa de carreteras y la compañía de su perra Lucy, todo cargado en el viejo Volvo 850 familiar, color marrón claro, matrícula XVX-460 de Oregón.
En las road-movies es clave saber qué suena en la radio del coche mientras los protagonistas atraviesan paisajes. Y en la radio de Old Joy suenan dos cosas: por un lado, programas de tertulia política en los que se habla de derechos civiles, del partido republicano, y de las derrotas demócratas. Y por otro, música de carretera, en este caso, del mítico grupo Yo La Tengo, autores de la banda sonora original: una guitarra eléctrica, un bajo y una batería, trinidad rockera por excelencia que es como la gasolina necesaria para avanzar hacia el oeste.
Y de las músicas a los sonidos de la película: los bosques, la naturaleza, los ríos, el viento. Es una maravilla la mezcla de sonido de Old Joy, como si uno pudiera viajar también con los ojos cerrados a través de esos paisajes. Y, por supuesto, las conversaciones de dos amigos que fueron amigos, pero que en algún momento perdieron ese vínculo que parecía inquebrantable. Ese es el cuarto sonido que atraviesa toda la película, el de Kurt y Mark, el de sus silencios, diálogos e historias que cuentan junto al fuego: hablan del espacio y del tiempo, de la paternidad, de amigos que ya no están, del miedo, de la amistad, de tomar decisiones importantes y para siempre. Hablan de tiendas de discos que cerraron para siempre, de encuentros con desconocidos, de librerías misteriosas y de sueños en los que alguien puede llegar a escribir: “La pena no es más que alegría agotada”.
“Te echo de menos”, confiesa Kurt, interpretado por el músico Will Oldham.
La película asienta el territorio al que volverá una y otra vez Kelly Reichardt en su filmografía: películas intimistas de duetos, el paisaje americano, los relatos de amistad, el paso del tiempo y de la vida, la memoria emocional y cierta melancolía que conecta naturaleza y humanidad.
Ver esta película en marzo del año 2021, cuando aún vivimos en plena pandemia, adquiere un nuevo sentido mucho más físico que en cualquier otro momento: esta es también una película sobre las distancias y sobre la gente que queremos; sobre la amistad y sobre el contacto físico; sobre los cuerpos y sobre cómo podemos sanar nuestros miedos; sobre la soledad de los que están solos y sobre la soledad del paso del tiempo.
Viendo esta película en marzo del año 2021 también podemos recordar a Tsai Ming-liang y su última película, Rizi (2020), otro ejercicio magistral de soledad y de compañía física.
Hay ciertas películas -discos, libros, conversaciones, recuerdos- que nos acompañan como si fueran un mapa de nuestras vidas: “Aquí es donde estamos / Aquí es donde vamos”. Nos atraviesan. Esta es una de esas películas, al menos para mí lo ha sido, fue la primera película de Kelly Reichardt que vi, hace más de diez años, cuando mi vida era más musical que cinéfila y Will Oldham era uno de esos músicos que seguía con devoción y escuchaba sin parar. Esta es una de esas películas sin fin a las que uno puede volver siempre. Una de esas que provocan preguntas precisas en el paseo de vuelta a casa desde el cine:
¿Dónde están todos aquellos amigos que fueron importantes y que un día desaparecieron?
¿Qué fue de ellos?
¿Qué fue de todos nosotros?
Huele como huele la tierra justo después de una noche de lluvia sobre la ciudad de Portland.