19:00 Presentación a cargo de Santos Zunzunegui.
20:00 Kid Auto Races at Venice (Henry Lehrman, 1914) + Una mujer de París (Charles Chaplin, 1924)
Como es bien sabido, la historia siempre se escribe a posteriori. El 11 de Enero de 1914 los estudios Keystone rodaban en Venice (California) una pequeña película de apenas medio rollo ambientada en una carrera de coches infantiles cuyo rodaje no tomó, al parecer, más de cuarenta y cinco minutos a sus compaginadores. El 17 del mismo quedaba lista para su exhibición Kid Auto Races at Venice, Cal. (entre nosotros Carreras sofocantes), que se estrenaría el 7 de Febrero. Su director, Henry Lehrman, su guionista, Reed Heustis, su productor, como es lógico, Mack Sennet. En sus imágenes un curioso personaje ataviado con un pantalón demasiado holgado para su talla, con amplios zapatos que contribuían a su andar patoso, la cabeza cubierta con un bombín, portando un flexible bastón de caña, con un un pequeño bigote que, años después, Adolf Hitler se arrepentiría de haber copiado, y que, incluso, se permite ensayar por primera vez su famosa patada hacia atrás, se las ingeniaba para “chupar cámara” colocándose, una y otra vez, delante de los artilugios cinematográficos que trataban de captar el acontecimiento en curso. El primer intertítulo advertía a los espectadores que “al filmar este evento un extraño personaje descubrió que el cine era ser filmado y fue imposible apartarle de la cámara”. Lo que parece un comentario banal se convertirá no solo en una profecía sino en una sintética descripción de una poética in nuce.
El filme tenía poco que ver con la imagen que uno podía esperar de la productora que lo avalaba: ni persecuciones, ni tartas de nata aplastadas sobre la cara de los cómicos. La acción es de una extrema sencillez: se limita a mostrar a un molesto sujeto que intenta, una y otra vez, colocarse en el ángulo de filmación del artilugio que intenta documentar la carrera. La carta de presentación era de una claridad meridiana: reclamar toda la atención del espectador para su figura, convertirse en el centro absoluto del espectáculo visual. Charlie Chaplin había llegado al cinematógrafo con la intención de convertirse en el centro de todas las miradas: nadie conseguirá apartarme del tiro de las cámaras, estoy aquí para quedarme definitivamente, parece decir el intrusivo personaje. Todo nos señala que deberemos seguir con atención los avatares futuros de un personaje que a partir de ese momento iba a declinarse en infinidad de películas a lo largo de los años por venir.
Los espectadores de esta modesta obrita no podían advertir que estaban asistiendo al nacimiento del que iba a ser el personaje más famoso de una historia del cine que estaba aún por desarrollarse: The Tramp (Charlot para nosotros, importando la denominación francesa). Pertenece al terreno de la justicia poética el que este pequeño filme aunque no fuera, de hecho, el primero en el que Charlie Chaplin iba a vestir el traje de Charlot, llegase antes ante los espectadores. Unos días antes Mabel Normand había rodado otro guion de Heustis, titulado Mabel’s Strange Predicament en el que se había filmado a Chaplin con el que iba a ser su atuendo de marca. El hecho de que esta película alcanzara la longitud de un rollo completo, retrasó su presentación al público hasta el 9 de Febrero. De esta manera, los primeros espectadores de Carreras sofocantes tuvieron acceso sin saberlo no solo a la aparición de un personaje sino, sobre todo, a toda una primicia, nada menos que una declaración implícita de poética cinematográfica llevada a cabo por parte de un joven cómico inglés, recién incorporado a Hollywood. De la misma manera que sucederá después con cineastas como Luis Buñuel (recordemos el ojo cortado de Un chien andalou) u Orson Welles (el famoso “No Trespassing” de Ciudadano Kane), las imágenes de la presentación en sociedad de Chaplin (aunque formalmente no fueran firmadas por él[1]) deben leerse, retroactivamente, como un manifiesto. Toda su obra por venir, con alguna (como veremos de inmediato) significativa excepción no hace sino desarrollar y desplegar lo que estas imágenes nos hacen ver de forma inapelable.
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A partir de aquí todo es mucho más conocido. La historia está bien documentada y permite tomar nota de cómo, de forma progresiva, Chaplin va tomando el control absoluto sobre su obra y declinando la complejidad que se esconde en ese filme fundador. Chaplin trabajará entre el 2/II/1914 y el 22/X/1914 para los Keystone Studios de Mack Sennet, rodando 36 filmes, de los que veinte estarán escritos y dirigidos por él. Tres de ellos incluirán el personaje de “The Tramp”. Un contrato con la Essanay Film Manufacturing Co. (1/II/1915-11/07/1918) le llevará a protagonizar dirigir 15 películas de dos rollos[2], ya en plena eclosión de una popularidad que pronto desbordará cualquiera de los límites imaginables[3]. Este es el periodo en el que incorporá a su equipo fijo el que será hasta prácticamente el final de su carrera, su operador de confianza Roland “Rollie” Totheroh[4]. Los años 1916 y 1917 permitirán al cineasta rodar 12 “two-reelers” bajo el amparo de la Mutual Film Corporation, que montará los Lonely Star Studios —el nombre no deja de ser significativo— para amparar de forma específica unos filmes que sacan, cada vez más, a la luz la dimensión socialmente más polémica de su trabajo. Es en esos años cuando la intelectualidad mundial se rinde con armas y bagajes ante su genio. Louis Delluc considerará que su celebridad es comparable con la de una Sarah Bernhart o un Napoleón.
Entre 1818 y 1923, un contrato de un millón de dólares firmado con la First National para la distribución de sus obras, consagra la definitiva independencia del artista que ya ha obtenido el control absoluto sobre todos los aspectos productivos e incluye entre los ocho filmes de ese periodo el que suele considerarse su primer largometraje, El chico (The Kid, 1921).
Liberado de la carga que suponía para él el contrato con la First National, a partir de1923 será la United Artist, que Chaplin había contribuido a crear junto con otros grandes nombres del cine mudo americano (Mary Pickford, Douglas Fairbanks y D. W. Griffith) en 1919, la encargada de distribuir sus películas que desde varios años antes venían producidas por su propia compañía, la Regent Film Co. A partir de ese momento su obra se espaciará cada vez más en filmes cada vez más trabajados y controlados[5], hasta el punto de que entre 1923 y 1952, solo rodará 8 largometrajes[6] (solo en dos encarnará a The Tramp) que constituyen el corazón artístico de su cine. Tras su salida de Estados Unidos debido a presiones políticas y judiciales a principios de los años 50, realizará en Inglaterra Un rey en Nueva York (A King in New York, 1957) y su incomprendido canto del cisne, La condesa de Hong-Kong (The Countess from Hong-Kong, 1967), producida por la Universal Pictures.
Conviene dejar constancia de que esta deslumbrante carrera artística se ve siempre doblada por la agitada vida sexual y sentimental del cineasta, que le granjeará la enemistad mortal de la Norteamerica bienpensante, De la misma manera sus ideas sociales, teñidas de un vago socialismo, le pondrán en el punto de vista del FBI y del Comité de Actividades Antiamericanas durante la década de los años cuarenta, de manera muy especial cuando apoyó de forma explícita la frustrada carrera presidencial de Henry Wallace, antiguo vicepresidente de Franklin D. Roosevelt, al que la ultraderecha USA siempre trató de criptocomunista. Acusado por los medios de comunicación de la derecha extrema de comunista, corruptor de menores (varias demandas de paternidad y su matrimonio en 1943 con la jovencísima Oona O’Neill, hija del reputado dramaturgo y Premio Nobel de literatura Eugene O’Neill, complicaron las cosas), Chaplin abandonó los Estados Unidos con su familia a principios de los años cincuenta con dirección a Europa, instalándose en Suiza. En 1962 fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oxford y en 1964 publicó sus memorias (My Autobiography) que en sus mejores páginas, las que relatan la durísima infancia y adolescencia de Charlie, su hermano Sydney y su madre Hannah en el Londres de los primeros años del siglo XX así como su formación en las ancianas técnicas de la pantomima inglesa, alcanzan un tono dickensiano. En dos años sucesivos la Academia de Hollywood intentó saldar las deudas del cine americano con el Maestro: primero, otorgándole un Oscar honorífico en 1971; al año siguiente —acogiéndose al hecho de que la película no había sido estrenada en la zona de Los Angeles hasta ese año— concediéndole el Oscar a la mejor banda sonora dramática por Candilejas, película realizada nada menos que veinte años antes. Falleció en Suiza el día de Navidad de 1977 a los ochenta y ocho años de edad.
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De manera voluntaria en este vertiginoso y superficial recorrido por una de las obras más apasionantes que ha permitido poner en pie la invención del cinematógrafo, hemos dejado pasar por alto, de manera voluntaria, dos momentos. Uno que tiene que ver con el advenimiento del sonoro y la transformación radical que supuso en el arte de las imágenes en movimiento. Este acontecimiento dejará notables huellas en el trabajo del Chaplin de los años treinta. Su lenta asimilación del sonido en general y de la palabra hablada en particular son un tema apasionante que deberá ser tratado en otro lugar. El segundo de los momentos a los que arriba hacía referencia nos concierne de inmediato en la medida que se relaciona de manera central con Una mujer de París.
Retornemos a 1923. Chaplin tiene ya en ese momento las manos absolutamente libres para entregar a la United Artists la gestión de la distribución futura de su cine y poder concentrar todos sus esfuerzos en la dimensión creativa de su trabajo. Estaba a punto de llegar lo que Imanol Zumalde denomina, con pertinencia, “el desgarro estético primordial de su carrera”[7]. Desgarro que, como veremos, será suturado de manera radical sin un instante de duda. Aunque aquí y allá en su obra posterior pueden identificarse algunas huellas de una cicatriz que se ha intentado borrar por todos los medios.
Poco importan las causas que llevaron a cineasta a emprender el giro copernicano que iba a suponer la realización de Una mujer de París, en un momento en que su talento era universalmente reconocido y su cine aclamado tanto por las clases populares como por la intelectualidad más exigente. No es descabellado pensar que alguien cuya propensión al narcisismo se había hecho patente desde el inicio mismo de su carrera hasta el punto de convertirse en un asunto de estilo, se planteara demostrar que su registro creativo (con ser ya muy amplio) podía expandirse hasta territorios que sus admiradores no podían ni sospechar. Al margen de las razones reales que movieron a Chaplin a embarcarse en lo que se suele llamar en la terminología de los Estudios, un serious drama, la misma existencia de la forma específica del filme nos obliga a plantearnos, de forma hipotética, el desencadenante del tour de force que supone, atendiendo a las evidencias que la película sitúa ante nuestros ojos.
Ahora puede entenderse mejor las razones de fondo por las que conviene acompañar el estudio de Una mujer de París con un retorno a Carreras sofocantes. Simplemente explicado: porque tras el nacimiento, desarrollo y consolidación de un Chaplin siempre omnipresente ante unas cámaras de las que se resiste a apartarse como si un imán le vinculara con ellas, de improviso hace su aparición una obra en la que se eclipsan el personaje y las formas de hacer que le han llevado al éxito. El cineasta, si dejamos de lado el cameo prácticamente inidentificable de la escena de la estación, solo se manifiesta a través de sus decisiones de puesta en escena. Cómo si se retirase a la sala de máquinas. Cómo si, siendo totalmente coherente con la operación que está realizando, la puesta en escena del nuevo filme pivotará en buena medida sobre lo no dicho, lo no mostrado, lo no enunciado de forma directa, inclinando sus opciones narrativas y visuales del lado de una sofisticación imprevista.
Chaplin era consciente del riesgo que corría. Consciente de aquello a lo que renunciaba y de que sus elecciones estilísticas exigían del espectador una actitud más abierta hacia lo diferente (de la genial pantomima a la vanguardia encubierta) de lo que, quizás, este estaba dispuesto a conceder. No hace falta más que leer el pequeño folleto —no tan pequeño— que se distribuyó entre el publico el día del estreno del filme en Nueva York, el primero de Octubre de 1923 y que reza así:
“Mientras esperan, me gustaría tener una charla de corazón a corazón con ustedes. He estado pensando que el público desea un mayor realismo en el cine, de tal manera que una historia alcance su final lógico. Me gustaría conocer su ideas al respecto, porque estoy convencido de que nosotros, los que producimos películas, solo las intuimos sin llegar a captarlas del todo.
En Una mujer de París, mi primer drama serio, me he volcado hacia un realismo fiel a la vida. Lo que ustedes verán es la vida tal y como yo la veo —la belleza, la tristeza, las emociones, la alegría— con todo lo necesario para hacerlo interesante. Sin embargo, no soy yo quien tiene que decir si lo he conseguido. Mis pensamientos principales han ido en la dirección de entretenerles. Esta historia es íntima, simple y humana, y presenta un problema tan viejo como la humanidad —haciéndolo visible con tanta verdad como me ha sido permitido— dándole un tratamiento tan realista como he podido concebir.
No quisiera que Una mujer de París apareciese como un sermón o como una exposición de tal o cual filosofía, salvo que se trate para una comprensión mejor de las debilidades humanas.
Después de todo ustedes son jueces y su gusto debe ser tenido en cuenta. Algunos opinarán que no he hecho uso de todas las posibilidades dramáticas, otros verán buen gusto en el subrayado de la represión y me guiaré, en el futuro, por su recepción.
He tardado siete meses en acabar Una mujer de París y he disfrutado haciendo la película y espero sinceramente que les guste”.[8] [las cursivas son mías, SZ]
Este texto tenía un complemento incluido en los títulos de crédito iniciales del filme: “Al público: para evitar cualquier malentendido quiero anunciar que no aparezco en la película Una mujer de París. Se trata del primer drama serio que he escrito y dirigido. Charles Chaplin”. [las cursivas son, otra vez, mías]
Más claro, agua. Chaplin sabía que con este filme se abría ante su futuro la posibilidad de una bifurcación que, transitada en exclusiva o de forma compartida, podía poner en crisis todos sus adquisiciones hasta el momento. Por supuesto, debe leerse “adquisiciones”, sí, en su dimensión económica pero también en la creativa, aludida de manera explícita en la importancia que concede a su no-presencia en pantalla. Las cartas sobre la mesa, la suerte estaba echada. Porque el éxito crítico no se vio refrendado por el económico y Chaplin no dudó en cumplir lo que había prometido. Aunque entonces no podía saberlo todavía, uno de los intertítulos del filme en el que se expresa la duda que corroe a Marie St. Clair puede servir de representación indirecta del dilema que abrumaba a su autor: “¿matrimonio o lujo?”. Donde el primer término representa lo que el poeta denominó “el camino no tomado” y el segundo, ese espacio donde el narcisismo podía ejercerse sin riesgos. Chaplin no se andaba con términos medios y este “primer drama serio” no tendría continuidad y, tras su pase por los cines, dormiría en los archivos del cineasta hasta 1977 en que fue resucitado aprovechando tanto el relanzamiento de sus obras en impecables copias nuevas[9] como la reevaluación global que se estaba estaba llevando a cabo por aquellos días de su trabajo fílmico, que vio de nuevo la luz tras unos años de injusto eclipse, durante el que la “nueva crítica post-antigua” (la expresión pertenece, como no, al maestro Umberto Eco) había intentado ningunear a uno de los pocos cineastas esenciales del siglo.
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Hoy ya nadie duda de que Una mujer de París es una de las obras básicas del cine mudo y encierra esenciales lecciones de cine de las que algunos afortunados que pudieron ver la obra en el momento del estreno extrajeron conclusiones de inmediato. Baste pensar en la obra de Ernst Lubitsch, al que algunas de las estrategias narrativas de Chaplin sirvieron para refinar al máximo una obra que siempre cultivó la alusión y la elisión hasta convertirlas en refinadas figuras de estilo[10]. Afortunadamente disponemos en castellano de varios textos (ver Bibliografía) que glosan lo que uno de sus autores (Paulino Viota) denomina la “forma global” y la “forma local” de la película. La brillantez estructural del filme se sostiene, como explica Viota, sobre una trabajada labor compositiva que resulta en “una matriz geométrica que rige la organización de las correspondencias”. Todo se resume (y este resumen no busca, si no todo lo contrario, hacer prescindir al lector de frecuentar el texto original) en una “estructura subyacente, secreta en cinco partes” de las que las cuatro primeras están divididas cada una en tres (secuencias) unidades secundarias, mientras que la última parte (una única secuencia) funciona a modo de coda.[11]
Por su parte algunas de las grandes escenas del filme (que pertenecen a lo que llamaríamos “forma local” o “pequeña forma”: la fiesta con sugestivo striptease en el Barrio Latino, la escena de la estación, el masaje de Marie St. Clair) han sido glosadas de forma más que pertinente por Imanol Zumalde (ver nota 7), insistiendo en lo que tienen de trabajo sobre el fuera de campo (por cierto, una de las marcas que autentifican a un gran cineasta) de la misma manera en que el filme parece renuncia a lo que el propio Zumalde denominó en su día “puesta en escena egocéntrica y planificación telescópica” que son los grandes estilemas del Chaplin de todos los días.[12]
Solo quisiera redondear los hallazgos de estos dos autores con unas pequeñas apostillas a sus trabajos. Empezando por los temas más sencillos, quiero traer a colación el impecable manejo por parte de Chaplin de los objetos. Y ya que ha sido siempre muy comentado el desparpajo con el que el personaje de Pierre (encarnado por Adolphe Menjou) extrae de una cómoda de la habitación de Marie (Edna Purviance) un pañuelo de bolsillo explicitando el lugar que ocupa en la mansión de esa cocotte, es imposible no ver en la escena del encuentro (imprevisto, en los melodramas los errores anudan el relato) en París entre Marie y Jean (Carl Miller), su antiguo amado, una rima invertida de la idea anterior. Cuando el joven pintor le ofrece amablemente un te, corre a la cocina en busca de un mantelito para que Marie pueda depositar la taza sobre ella. Solo será capaz de ofrecerle un mugriento y desgarrado trapillo. De la seda perfumada al trapo de cocina, deslizamiento que pone sobre la mesa dónde estriba la raíz del dilema de su elección entre los dos hombres.
No menos bello es el hecho, en este caso la rima es consonante, que hace que el vestido que Marie ha elegido para ser pintada por Jean (que la retratará en un imposible pasado, con la indumentaria que llevaba el día de la frustrada fuga; otro estilema melodramático, la herida del tiempo, admirablemente manejado) sea el que escoja para salir a cenar con Pierre tras haber renunciado a su relación con Jean. O ese otro, extraordinariamente intenso, de la butaca itinerante: cuando huyendo de la casa de su padre adoptivo al comienzo del filme Marie busca refugio en la de Jean, se sentará en una butaca decorada con una florida cretona. Como si su gesto tuviera efectos capaces de desencadenar el drama, en esa butaca fallecerá el padre de Jean, obstaculizando la fuga de los amantes. La butaca (colocada, después, en el minúsculo apartamento del Barrio Latino que Jean ocupa con su madre viuda) en la misma posición frente al fuego que ocupaba en el “small village”, será ahora el lugar en el que se sentará la madre, mientras intenta disuadir a Jean de reanudar su relación con Marie. Finalmente, en el que es, quizás, el plano más bello del filme, cuando la madre renuncie a la venganza sobre la mujer a la que considera la culpable del suicidio de su hijo, una estructura tripartita anunciará el desenlace moral del filme: podemos entrever entre la figura de la madre y el retrato de Marie pintado por Jean, esa ominosa butaca, ahora definitivamente vacía.
Pero no quisiera terminar esta líneas sin hacer referencia a la forma en que el filme se ubica entre un pasado inmediato y un futuro aún lejano. Para comprobar hasta qué punto Chaplin era un cineasta impar. Baste considerar la manera en que las dos figuras paternas masculinas son mostradas por el cineasta: como sucedía en Nosferatu (realizado apenas un año antes, 1922) con la figura del no-muerto, los dos padres son precedidos en sus amenazadoras entradas en campo (el de Marie, subiendo una escalera; el de Jean, descendiendo por otra) por su sombra. Es improbable que Chaplin hubiera visto el filme de Murnau que no se estrenó en USA hasta un tardío 1929, pero las imágenes hablan por sí solas.
Como hablan por sí solas las que muestran a una Marie que cree llegar a una fiesta que tiene lugar en un apartamento del Barrio Latino, penetra en un edificio, sube la escalera y llama a la puerta. Cuando esta se abra y la luz golpee su rostro descubrirá que está, un año después, delante de su amor perdido. Cada plano de ese ascenso dura ese poco más de lo necesario una vez que el personaje ha salido de campo, de la misma forma que la estructura de la escena parece ilustrar un aforismo conocido: “Que la causa siga al efecto y que no lo acompañe ni lo preceda”[13]. Estamos a más de treinta años de que un cineasta impar, Robert Bresson, haga de esta regla su caballo de batalla estético.
De Murnau a Bresson, con una parada en Lubitsch. ¿Cuántos cineastas pueden ubicarse en la misma encrucijada de una trayectoria semejante?
SANTOS ZUNZUNEGUI
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BIBLIOGRAFÍA BÁSICA SOBRE UNA MUJER DE PARÍS (A WOMAN OF PARIS. A DRAMA of FATE, 1923) Y CHARLES CHAPLIN
- BAZIN, André y ROHMER, Eric: Charlie Chaplin (prólogo de F. Truffaut), Valencia, Fernando Torres Editor, 1974
- CHAPLIN, Charles: Historia de mi vida (traducción de Julio Gómez de la Serna), Madrid, Taurus, 1965 [reedición en Lumen, 2014 de la misma traducción con el nuevo título de Autobiografía y la reposición de los fragmentos eliminados en la edición de 1965].
- ROBINSON, David: Chaplin, His Life and Art, Londres Penguin Books, 2001
- VIOTA, Paulino: “Forma local y forma global: Una mujer de París (A Woman of Paris, Charles Chaplin, 1923)”, en A. P. Ruíz (coord.), Avatares de la diferencia sexual en la comedia cinematográfica, Granada, Trama & Fondo y Diputación de Granada, 2008, pp. 221-277 [reeditado en P. Viota, La herencia del cine. Escritos escogidos, Madrid, Ediciones Asimétricas, 2019, pp. 123-153].
- ZUMALDE, Imanol: “Plástica elemental. La estilística de Chaplin a partir de El gran dictador”, en Los placeres de la vista. Mirar, escuchar, pensar, Valencia, Ediciones de la Filmoteca, 2002, pp. 79-110.
- “Oda a la imperfección. Las tribulaciones del Chaplin sonoro”, en La experiencia fílmica. Cine, pensamiento y emoción, Madrid, Cátedra, 2011, pp. 123-207.
- “Chaplin esquivo. Experimentalidad transitoria y vanguardia en Una mujer de París (1923)”, en Formas de mirar(se). Diálogo sin palabras entre Chaplin y Tati, Lewis mediante, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, pp. 27-63.
[1] Habrá que esperar hasta finales de Marzo de 1914 para que se filme el primer guion que lleva la firma de Chaplin (Twenty Minutes of Love) y hasta los últimos días del mes de Junio para que Chaplin se ponga tras de la cámara en su primer “one-reel” (Laughing Gas, con guion propio).
[2] Es interesante hacer notar que aún cuando casi todos los historiadores identifican los personajes de “el vagabundo” (the Tramp) y Charlot, esto no es así exactamente. En cualquier caso, en en España a partir de 1915 la práctica totalidad de los títulos de Chaplin incluyeron en los mismos el nombre de Charlot. En nuestro país, como en Francia, cuando se nombra a Charlot, cualquiera que sea el personaje que encarne, se nombra a Charlie Chaplin,.
[3] Charlot transnochador (A Night Out, 1915) acogerá el debut cinematográfico de la futura protagonista de Una mujer de París, Edna Purviance.
[4] La colaboración de Totheroh con Chaplin se prolongará hasta 1948 (Monsieur Verdoux). En Candilejas (Limelight, 1952) aparecerá en los títulos de crédito como “photographic consultant”.
[5] Un acercamiento a la forma de trabajar de Chaplin puede verse en el memorable documental compaginado por Kevin Bronlow y David Gill en torno a la obra del cineasta inglés titulado El Chaplin desconocido (The Unknown Chaplin, 1983) y que contiene un material impagable acerca de la compleja y dilatada gestación de Luces de la ciudad.
[6] La lista es bien conocida: Una mujer de París (A Woman of Paris, 1923), La quimera del oro ((The Gold Rush, 1925), El circo (The Circus, 1928), Luces de la ciudad (City Lights, 1931), Tiempos modernos (Modern Times, 1936), El gran dictador (The Great Dictator, 1940), Monsieur Verdoux (1947) y Candilejas (Limelight, 1952).
[7] Ver “Chaplin esquivo. Experimentalidad transitoria y vanguardia en Una mujer de París (1923)”, en Formas de mirar(se). Diálogo sin palabras entre Chaplin y Tati, Lewis mediante, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, pág. 30.
[8] Tomo el texto y su traducción castellana del artículo de Imanol Zumalde citado en la nota 7 (pp. 60-61) que a su vez lo toma de David Robinson, Chaplin, His Life and Art, Londres Penguin Books, 2001, pp. 337-338.
[9] Chaplin que siempre fue consciente del valor de su trabajo, dedicó un gran esfuerzo a preservar su cine para el futuro. Gracias a ello tenemos a nuestra disposición, en condiciones óptimas, uno de los conjuntos fímicos más deslumbrantes de la todavía corta historia del cine.
[10] Puede encontrarse una breve discusión de la influencia del filme de Chaplin sobre la obra de Lubitsch en Santos Zunzunegui, “El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere’s Fan, Ernst Lubitsch, 1925), en Historias de cine I, Valencia, Shangri-la, 2021 (en prensa).
[11] Cito por P. Viota, “Forma local y forma global: Una mujer de París (A Woman of Paris), en La herencia del cine. Escritos escogidos, Madrid, Ediciones Asimétricas, 2019, pp. 123-153.
[12] Ver “Plástica elemental. La estilística de Chaplin a partir de El gran dictador”, en Los placeres de la vista. Mirar, escuchar, pensar, Valencia, Ediciones de la Filmoteca, 2002, pp. 79-110.
[13] Para ser exactos habría que señalar que es dudoso que Bresson cortara el primer plano de Edna Purviance, primero en semipenumbra y luego recibiendo en sus rostro el impacto de la luz del interior, para insertar un muy breve plano del del apartamento en el que vemos la reacción de su ocupante ante la llamada a la puerta.
19:00 Presentación a cargo de Santos Zunzunegui.
20:00 Kid Auto Races at Venice (Henry Lehrman, 1914) + Una mujer de París (Charles Chaplin, 1924)