Pertenece a Agenda Agrupación
Multimedia
Imagen
Imagen
Información
Texto Apartado

19:00 Presentación: Santos Zunzunegui

20:00 Proyección: VAMPIRESAS 1933 (Gold Diggers of 1933), Mervin LeRoy y Busby Berkeley, 1933

En su notable Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies, 1995) el cineasta neoyorkino nos  recuerda la existencia de tres géneros cinematográficos genuinamente autóctonos: el western, el cine de gangsters y, por supuesto, el musical que venía a trasplantar a la pantalla toda una tradición bien incubada y desarrollada en los teatros de Broadway. Y puntualiza, de inmediato, que este último era el más escapista de todos ellos en la medida en que su primer florecimiento, a comienzos de la década de los años treinta del pasado siglo, vino a coincidir tanto con la implantación del cine sonoro como con una profunda depresión económica a la que se necesitaba ofrecer un contrapunto emocional en forma de historias en las que el público pudiera invertir sus aspiraciones de mejora social. Pero, como ocurre más a menudo de lo que parece el cine americano, y lo veremos de inmediato, siempre ha guardado un intenso contacto con la vida real precisamente mediante una singular combinación de realismo y sueño.

Tampoco es sorprendente que, de la mano de la incorporación del sonido a las películas, el mundo del espectáculo musical ocupara un lugar privilegiado en las nuevas ficciones y para eso nada más sencillo que incorporar shows ya testados sobre la escena teatral. De esta manera se incorporaba con naturalidad al cine del momento una línea argumental que ya se había afinado en el territorio del espectáculo dramático: obras que trataban sobre las dificultades que suponía la puesta en pie de un espectáculo musical, haciendo de las miserias que atravesaban los actores y músicos sin empleo una parte importante de un argumento al que se le añadía, siguiendo las reglas que ya para entonces comenzaban a convertirse en tradiciones, el que todo filme (cualquiera que fuera su impostación genérica) debía sostenerse sobre una segunda línea narrativa firmemente anclada en una (o varias, como es el caso, sin ir más lejos, de Vampiresas 1933 donde además sirven para anudar toda una serie de lazos interclasistas) historia de amor heterosexual, tal y como no se privaban de poner en negro sobre blanco los manuales de escritura de guión preparados por las grandes productoras.  

Segunda gran producción musical de la Warner (la productora que por aquellos años tomó el liderazgo en este género cinematográfico) en la estela de la exitosa La calle 42 (42th Street, Lloyd Bacon y Busby Berkeley), filme que también debió de ser dirigido por Mervin LeRoy (al que otros trabajos en curso para el estudio se lo impidieron) y que había reunido una serie de nombres que durante los cinco próximos años iban a moldear la estética del cine musical del momento. Empezando por la pareja Harry Warren (responsable de las músicas de las canciones) y Al Dubin (letrista), siguiendo por una pléyade de actrices (citemos a Joan Blondell, Ginger Rogers, Dolores del Río y, sobre todo, Ruby Keeler) y actores (Warren William, Warner Baxter, Dick Powell, pero también James Cagney) capaces de moverse con soltura en unas ficciones que parecen apuntar hacia lo que pronto será la screwball comedy sin hacerle ascos, ni mucho menos, a la danza y el canto. Pero sobre todo a la incorporación como responsable absoluto del diseño y la puesta en escena de los números musicales de un artista (¡la leyenda dice que carecía de formación profesional específica!, pero se había fogueado en Broadway como coreógrafo y empresario) que había dejado claro apenas un año antes en una producción de Samuel Goldwyn titulada Torero a la fuerza (The Kid from Spain) interpretada por Eddie Canto, que había entendido a la perfección que los números musicales en el cine debían buscar su propia vía conceptual y visual por más que los relatos en que se presentaban parecieran confinarlos a un escenario teatral. Estamos hablando de William Berkeley Enos, para la posteridad Busby Berkeley.

Como ya sucedió en el caso de La calle 42, Vampiresas 1933 tenía su origen en una obra preexistente estrenada en Broadway en la temporada 1919-20 y que alcanzó casi trescientas representaciones. No solo eso sino que el show (titulado Gold Diggers) conoció dos versiones cinematográficas anteriores (¡una de ellas muda!). En ambos filmes la peripecia giraba en torno a la puesta en marcha de un espectáculo musical, en las dificultades para encontrar financiación para ello, en las andanzas de un grupo de jóvenes aspirantes a artistas, sus amoríos y trabajos para abrirse paso en el proceloso mundo del Show Business. Los ensayos y la representación inaugural servían de pretexto para la inserción de los números musicales (de hecho, estas escenas se abren y cierran con la subida y bajada del telón). Números musicales que, de la misma podían permitirse una gran autonomía con relación a la historia en que se incluían y que permitían al coreógrafo dejar volar su fantasía (que no era pequeña en el caso de Berkeley).

Vampiresas 1933 contiene en su interior cuatro números musicales (originalmente eran cinco) completamente concebidos, organizados, filmados y montados por Berkeley: el número que abre el filme (se trata del ensayo de un espectáculo que será interrumpido por las airadas reclamaciones de los acreedores) se titula nada menos que “We’re in the Money” (con Ginger Rogers como estrella principal) y se presenta, con un grupo de coristas “ataviadas” con un dólar estratégicamente colocado sobre su cuerpo, como un saludo al fin de los malos tiempos y de la depresión. Le sigue el conocido como “Pettin’in the Park, a cargo de la pareja estelar formada por Dick Powell y Ruby Keeler, donde Berkeley da rienda suelta a sus delirios voyeurísticos. De nuevo, Keeler y Powell protagonizarán “The Shadow Waltz”, que permite entender uno de los criterios que subyacen al trabajo del cineasta. En sus propias palabras: “un día en Nueva York, en un teatro, vi a una joven que bailaba con un violín y me dije a mi mismo que algún día lo haría con doce chicas o más. Otro día vi cuatro pianos sobre un escenario y pensé que, en algún momento, incluiría veinte o treinta en una secuencia”. Dicho y hecho: el fastuoso baile de los violines de neón de Vampiresas 1933 y la secuencia de los pianos de cola lacados en blanco de Vampiresas 1935, responden a este criterio “cuantitativo”: para Berkeley “más es más”. Pero aún queda lo mejor. De hecho, el número titulado “Forgotten Man”, no estaba pensado para cerrar el filme como acabó sucediendo. Fue Darryl F. Zanuck, uno de los principales ejecutivos del estudio el que tomó la (acertada) decisión de convertirlo en la apoteosis de la película. En esta secuencia, inspirada (cuenta Berkeley) por la reivindicativa Marcha de Veteranos de la I Guerra Mundial que tuvo lugar en Washington DC en 1932, se repasan, sin tapujos de ninguna clase, el trato que la sociedad americana dedicó a sus jóvenes soldados enviados a los lejanos campos de guerra europeos, la vuelta a casa, las penurias de la Gran Depresión y las heridas inflingidas por el desastre económico a una sociedad que todavía no se había recuperado de las mismas. “We’are in the Money?” parece preguntarse Berkeley haciendo eco a la escena de arranque. No parece descabellado pensar que este número haya sido una de las principales causas aducidas para que el filme fuera elegido en 2003 por el National Film Registry de la Library of Congress para ser conservado por su significación cultural, histórica y estética.

Hay otro elemento que confiere interés al filme. El tratarse de una de las últimas películas anteriores a la entrada en vigor (efectivo ya sin restricciones en 1934) del Motion Picture Production Code, más conocido como “Código Hays”, vademecum de la autocensura de los estudios para, “moderando” motu propio los aspectos más conflictivos de los filmes que producían, evitar la intervención de las autoridades de los diferentes estados de la Unión (cada uno con sus propios criterios) en defensa de las “buenas costumbres”. De hecho, está documentado que existieron tres versiones de la película según la zona de destino: Nueva York, el sur del país y el Reino Unido en las que se montaron tomas alternativas de números como “Pettin’in the Park” y “We’re in the Money” en función del destino de las copias.

Nada de esto sería suficiente si no fuera porque los cuatro números musicales aludidos llevaban al paroxismo (pero aunque parezca difícil aún podrían mejorarse las cosas en obras posteriores) el estilo (se trata nada menos que de esto) que Berkeley había puesto a punto entre Torero a la fuerza y La calle 42. No en vano el trailer de Vampiresas 1933 proclamaba que el nuevo filme era un paso adelante con relación a La calle 42. Todas las características del arte de Berkeley pueden identificarse con claridad en la obra que nos ocupa. Un arte que se resuelve totalmente en espectáculo (en palabras de Jean-Louis Comolli) y hace del calidoscopio su figura visual central. Como en las producidas por este artefacto visual, las imágenes de Berkeley se mueven entre la división y la recomposición, las combinaciones infinitas de fragmentos que son, finalmente, reducidos a una serie de composiciones simétricas filmadas desde los ángulos más sorprendentes en un fascinante juego de análisis y síntesis. Ángulos entre los que destaca el que la industria vino a denominar “plano Berkeley”, visión cenital de unas formas en las que lo figurativo venía a disolverse en una abstracción plástica que las emparentaba (pero con mucho más glamour, belleza y, por supuesto, humor) con las que hicieron furor en la época del mal llamado “cine puro” de las Primeras Vanguardias cinematográficas.

Berkeley, que se enorgullecía de no haber rodado jamás una segunda toma de ninguno de sus planos por complejos que fueran (todo debía estar –y estaba- perfectamente diseñado y controlado antes de comenzar la filmación), rodó todo su cine con una sola cámara, renunciando a las facilidades ofrecidas por el estudio desde los primeros momentos para multiplicar los puntos de vista con la finalidad de facilitar, después, el montaje.

En el fondo, el cine de Berkeley lleva a la exasperación la noción misma de espectáculo, haciendo de su trabajo un espectáculo del espectáculo. Puede decirse que sus secuencias, insertadas en el relato convencional de las comedias en las que aparecen, ocupan el mismo lugar que el sueño ocupa en relación con nuestra vida diurna y cotidiana. Por eso todo el cine de Berkeley presenta una dimensión metacinematográfica. Podríamos dar pleno sentido a la afirmación de Comolli de que nos encontramos ante un “auténtico explorador del lenguaje del sueño cinematográfico”, afirmando que Busby Berkeley entendió, como pocos cineastas lo han hecho, que la mecánica del sueño y la del cine están íntimamente entrelazadas y es, justamente, esta cualidad la que (de nuevo la expresión es de Comolli) hace que lo “arbitrario” –esa gratuidad absoluta de su esplendor plástico- “acabe mudándose en verdad”.

Santos Zunzunegui

Descripción Corta

19:00 Presentación: Santos Zunzunegui

20:00 Proyección: Gold Diggers of 1933 (Berkeley,1933)

 
Temática
Tipo de actividad
Pasado
Si
Fechas
Fecha
Estado
Abierto
Tipo de Acceso
Libre
Fecha Fin
Principal
Si
Imagen Listado
Imagen
Tipo Evento
Actividad
Incluir en Cartelera
No
Mostrar enlace a Agrupación
Si
Convocatoria Abierta?
No
Inicio Convocatoria
Fin Convocatoria
Color Texto
Negro
Destacado?
No
Año
2019
Incluir en Medialab
Desactivado
Incluir en 2Deo
Desactivado
En Home
No
Abrir en ventana nueva
Si