19:00 Presentación: Santos Zunzunegui
20:00 Deadly Is the Female (Gun Crazy), Joseph H. Lewis, EUA, 1950, 87'
EL DEMONIO DE LAS ARMAS (GUN CRAZY, JOSEPH H. LEWIS, 1950)
En una década decisiva para la evolución de la crítica cinematográfica, Cahiers du cinéma, sin duda la revista que durante varias décadas marcó la evolución del pensamiento cinematográfico (además de haber sido, como ninguna otra publicación ha sido capaz de emular, un importante semillero de cineastas relevantes, baste pensar en el núcleo duro de la Nouvelle Vague), publicó dos números especiales dedicados a difundir sus posiciones sobre el cine norteamericano, en aras de cuya reevaluación la revista mensual fundada por André Bazin enarbolaba una combativa bandera. Los dos números publicados respectivamente en las navidades de 1955 (el número 55) y 1963 (el número 150-151)[1], se titulaban de idéntica forma (Situation du cinéma americain), se colocaban ambos bajo la advocación de Orson Welles (el primero con una dedicatoria expresa al maestro “sin el que el cine americano no sería lo que es”; el segundo, incluyendo inmediatamente antes del índice de textos una caricatura del artista de Kenosha) y presentaban, además, como portada dos fotografías de estrellas cinematográficas de cada momento histórico, Marilyn Monroe y Jane Fonda (a la que además, signo de los nuevos tiempos, se entrevistaba).
Pero lo que importa traer a colación es que, junto a materiales diversos, ambos números incluían sendos diccionarios de realizadores americanos[2]. Diccionarios que abarcaban en el número de 1955, filmografías y breve comentario sobre 60 cineastas, ampliado a 121 (más exactamente a 120 más 1; los redactores de la revista proponían al lector decidir cuál de ellos era el “intruso”) en 1963-64. Ambos diccionarios contenían sendos apéndices en los que se “listaban” los nombres de otros realizadores que, por razones diversas, quedaban fuera de los que merecían una atención crítica. Si repasamos las categorías de los excluidos del primer numero encontraremos, entre otras, las de los “muertos”, los “retirados”, las “falsas reputaciones y los “obreros”. Y, por supuesto, la de las “esperanzas decepcionadas”. Precisamente aquí es donde aparecía el nombre de Joseph H. Lewis (1907-2000). Si ahora pasamos al número editado apenas ocho años después, podría pensarse que el papel de Lewis en el cine americano había sido reconsiderado. Pero bastaba echar un ojo al texto del comentario que, esta vez, se le dedicaba para ver por dónde iban las cosas. La nota venía firmada B.T. que corresponde (según la identificación de redactores que aparecía al final del diccionario) a Bertrand Tavernier, crítico que, por cierto, no pertenecía al núcleo duro de los Cahiers, lo mismo que sucederá luego con su cine que será poco apreciado por los sucesores en el timón de la revista de los “jóvenes turcos” de los cincuenta. Como el texto es breve podemos citarlo íntegro:
“Técnico demasiado brillante aquejado, diríamos, del complejo de Gran Director: que cree siempre que el tema es indigno de él y todo es un delirio de travellings y astucias de cámara carentes de objetivo y de raíles, Más a gusto, hechas todas las cuentas, en el western escuálido: quince días de rodaje, insuficientes para calmar a un calígrafo y obligarle, aunque sea a despecho, a interesarse en lo que debe contar”[3]
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Y sin embargo… En este caso iba a corresponder a la crítica anglosajona[4] una evaluación más matizada de un cineasta singular (aunque casi siempre limitada a un número reducido de sus obras[5]). Mirada más abierta que conseguiría que uno de esos “escuálidos filmes” (en este caso no se trató de un western sino de lo que la crítica francesa acuñó como un “noir”) que le tocó rodar en el marco de lo que se conoce como serie B, espacio creativo (esta es la palabra exacta) en el que se desenvolvió la totalidad del trabajo cinematográfico de Joseph H. Lewis, acabara convirtiéndose en un “case study”.
Para entender lo que fue la carrera de Lewis y su Gun Crazy hay que tener en cuenta el humus sobre el que crece el conjunto de su obra. Que no es otro que el que le proporciona ese territorio conocido como Poverty Road, en alusión a la calle donde se agrupaban los pequeños negocios cinematográficos que buscaban un lugar al sol en una industria controlada por el oligopolio formado por las compañías (The Big Five: MGM, Fox, Warner, Paramount y RKO; The Little Three: Universal, Columbia, United Artists) que habían convertido al cine americano en el modelo económico y estético que ejerció durante varias décadas y urbi et orbe, el rol de configurador principal del imaginario del espectador mundial. Estamos hablando de modestas empresas que ofrecían productos complementarios a los que habían sido los que habían convertido al cine norteamericano en la cinematografía hegemónica. Todo ello en unos años en que la asistencia a las salas oscuras descendió, de forma dramática, desde los 110 millones de espectadores/año de los inicios de la década de los treinta del pasado siglo, a los apenas sesenta del comienzo de los primeros cincuenta en los USA. De tal manera que al margen del omnímodo poder de los grandes estudios fue creciendo una manera complementaria de concebir el cine, vinculada en principio a la necesidad de las Majors de ofrecer un plus a los cada vez más esquivos espectadores. Compañías como Mascot, Republic, Monogram (a la que Jean-Luc Godard dedicaría su primer largometraje), competían con secciones singulares de los grandes estudios (la más célebre, la unidad concebida para realizar pequeños filmes de terror bajo la dirección de Val Lewton en la RKO) dedicadas a proporcionar combustible cinematográfico para acompañar a los grandes estrenos de la Majors en esos “programas dobles” (una entrada, dos películas) que se concibieron como antídoto para detener la sangría creciente de espectadores a la que arriba hemos hecho referencia[6].
Una definición, al tiempo rápida y pragmática, de un filme de serie B, debe poner el acento en que se trata, fundamentalmente, de obras de “género” (western, terror, ciencia-ficción, espadachines, “noir”, etc…), de duración nunca superior a los 80 minutos (siendo preferible que esta se estableciera entre los 60 y 70), cuyo rodaje no debería superar en ningún caso las tres semanas de duración, utilizando a actores relativamente poco conocidos y, como es lógico, de reducido coste de producción. En resumen, se trataba de obras realizadas de forma rápida y barata (de ahí su denominación de “quickies”). Lo que convertía a estos productos (por los que los exhibidores pagaban un forfait, a diferencia de lo que sucedía con un filme de tipo A, donde su remuneración se basaba en un porcentaje de los ingresos) en obras que no buscaban tanto rentabilidad por si mismas sino el reforzar la del filme A al que acompañaban. Este hecho, sobre todo su bajo coste, tuvo efectos, paradójicos: obligados a exprimir sus posibilidades creativas, los cineastas que se movieron en este terreno pudieron, en muchos casos, hacer suya la fórmula que acuñó Martin Scorsese: “a menos dinero, más libertad”. Lo que dio lugar (es Scorsese el que sigue hablando) a que entre estos cineastas hubiera un cierto número de profesionales que vio en esta situación sobrevenida una oportunidad única para poder expresar su particular sensibilidad cinematográfica en un contexto general de alto control por los Estudios de cualquiera de los parámetros artísticos de las películas.
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Este es el terreno pantanoso en el que se movían los Hermanos King (Frank, Maurice y Herman), productores apodados por razones que caen de su peso los “Reyes de las películas B”, que habían conocido un importante éxito con un filme como Dillinger (Max Nosseck, 1945) y que iban a encontrarse con un cineasta bien bregado en los westerns de presupuesto ínfimo pero que también había apuntado maneras con un minúsculo thriller compaginado para la Columbia Pictures titulado My Name is Julia Ross (1945).
El material de partida para El demonio de las armas consistió en un relato breve, de idéntico título al filme (es decir Gun Crazy) aparecido en 1940 en las páginas del Saturday Evening Post, firmado por un escritor nada despreciable llamado McKinlay Cantor, escrito más en una honda “retro” que contemporánea y que iba a ser convertido en guión por su propio autor.[7] Peripecias diversas llevaron hasta los títulos de crédito de la película a un tal Millard Kaufman, que resultó ser un “front” tras el que se escondía un blacklisted llamado nada menos que Dalton Trumbo al que se suele imputar la definitiva estructura narrativa del filme.
El filme[8] relata una variante más de la historia de los amantes perseguidos tal y como ha sido forjada por siglos de literatura y para entonces por casi sesenta años de cine. La historia trágica de la pareja formada por un Bart (John Dall), cuya fascinación por las armas (demostrada desde su misma infancia) le llevará a pasar al “lado oscuro” cuando su vida se de bruces con una joven inglesa (Laurie, interpretada por la inolvidable Peggy Cummins) que malvive haciendo exhibiciones de tiro en barracas de feria. A partir de ahí se pone en escena el encuentro entre una femme fatale (una de las marcas genéricas del “noir”) del más puro estilo y un personaje masculino que es incapaz de liberarse de la red que le tiende su fascinante compañera y que viene bien expresada por esta frase que sintetiza buena parte de las motivaciones de una historia de amor, violencia y muerte: “Estaremos juntos como lo están las armas y la munición”. Historia típicamente americana por, al menos, dos motivos complementarios: primero, por el rol que juegan las armas en la vida cotidiana y, aún más importante, en el imaginario del ciudadano americano y que la película pone en escena con toda crudeza; después, porque su sucesión de actos violentos no tiene otra motivación que la rebelión radical ante la dificultad para conseguir un dinero cuya dificultad de adquisición niega a los protagonistas del filme el acceso al “sueño americano”. Un relato de la Americana convertido en pesadilla[9].
Por eso es tan importante que el filme encuentre su inserción en varias estructuras genéricas que aquí se presentan como complementarias: el film noir, por supuesto, pero, menos esperable dado la fecha en que suceden los acontecimientos (década de los años cuarenta del pasado siglo), el western. Dos apuntes para confirmar esta filiación. El encuentro entre Bart y Laurie se produce en una barraca de feria en medio de una exhibición a cargo de la joven tiradora. Por supuesto Laurie viste a la manera “vaquera” y dispara con un viejo Colt. Pero lo realmente relevante está en otro sitio: en la manera en que el filme anuda su relación con Bart: la joven apuntará y disparará mirando abiertamente hacia la cámara. El contraplano mostrará a un Bart sonriente y fascinado. Cuarenta y cinco años después de la realización del filme fundador de Edwin S. Porter, Asalto y robo al tren, es como si el plano final del jefe de los bandidos hubiera encontrado, por fin, el lugar que le corresponde en el interior de la diégesis. Por fin, esa vieja subjetividad ambulante que no encontraba su lugar en el relato ha dado paso a la muestra simbólica de cómo debe procederse a esa integración. Con los efectos que se conocen. ¿Debe extrañarnos, en este contexto “historicista”, que el primer asalto importante que los jóvenes llevan a cabo lo hagan vestidos de “vaqueros”? La lógica formal del filme lo ubica en una doble dimensión, la de la historia con hache minúscula (la del cine americano; la del cine, en general), la de la Historia con hache mayúscula, la de EEUU, país en el que la violencia y las armas forman parte de su ADN fundacional.
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Y ya que hemos llegado hasta aquí detengámonos en las tres grandes escenas de atracos que sirven de columna vertebral a Gun Crazy. La primera, recién aludida, es la escena más impactante de la película. El asalto a la Hampton Building and Loan (cuatro páginas de guión y rodaje previsto en once planos[10]), está resuelto en un plano-secuencia de más de tres minutos y medio de duración. El punto de vista que Lewis elige para el espectador (“quiero que veas lo que sucede desde aquí”) nos ubica en el asiento trasero del Cadillac robado que sirve a Bart y a Laurie para perpetrar su fechoría. Con ellos sentados en la parte delantera del coche, entramos en la pequeña ciudad y nos acercamos hasta el banco junto al que el coche se detiene. Bart lo abandona para dirigirse al interior del edificio mientras Laurie permanece vigilante. La aparición de un policía obliga a la joven a salir del vehículo y, al sonar la alarma del interior del banco (nuestro punto de vista solo nos permite ver su exterior a través, primero, del limpiaparabrisas y, luego, de la ventanilla delantera derecha), le golpeará dejándolo inconsciente. Cuando Bart aparece y monta en el coche abandonaremos con ellos la pequeña población.
Digámoslo rápidamente. Al final de la escapada (A bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959) puede estar dedicada a la Monogram Pictures pero podría estarlo al filme de Lewis. Baste recorrer a ojo de pájaro la obra de Godard para caer en la cuenta de que la manera de filmar desde un coche y en un coche (ese objeto quintaesencialemente americano) de Lewis ha nutrido la imaginería godardiana de los gloriosos sesenta de manera obvia. Y la mirada que Lewis deposita sobre el cuerpo y el rostro de Peggy Cummins (“tan atractiva, tan peligrosa”, como la publicita el espectáculo circense) no es muy diferente de la que Godard aplica sobre Jean Seberg en su primer largometraje. Como también es obvia la influencia sobre el cine del maestro franco-suizo de la escena del segundo atraco (a la Rangers and Growers Exchange): si el primero respondía a un movimiento expansivo, el segundo (también las escenas de la boda y la luna de miel pertenecen a esta categoría) corresponde a uno de compresión. Pocos planos muy rápidos e inestables (no por azar es la primera vez en la película en que Laurie trata de asesinar a una persona), un vestuario (gafas negras, carteras bajo el brazo, largos gabanes, gestualidad desencajada) que ya no es anacrónico sino brutalmente moderno. Sístole y diástole, expansión, contracción. La respiración del filme combinará en un ritmo singular estos movimientos.
En pura lógica, el tercer atraco debe ser (y lo es) un espacio de síntesis entre los dos tipos de movimientos anteriores. El asalto a la Armour Meat-Packing Co. para hacerse con la nómina de la empresa, es una escena mucho más elaborada tanto en su duración como en su iconografía, baste recordar la fuga de los amantes a través de las cámaras frigoríficas del matadero entre las reses colgadas del techo que no solo aluden a que, esta vez, Laurie ha matado a dos personas sino que prefiguran el ocaso de su carrera criminal. El final de la escena, con la cámara colocada de nuevo en el asiento trasero del coche, cierra el círculo de los atracos en términos formales mientras los amantes abandonan la escena del crimen.
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Precisamente el final del filme multiplicará las filiaciones visuales y lo ubicará en la trayectoria histórica del cine de su país. ¿Cómo no pensar en el final de El último refugio (High Sierra, 1941), si Lewis toma como modelo explícito de la persecución policial final la forma en Walsh resuelve la escapatoria hacia la muerte de su protagonista? De la misma manera, el retorno a casa de la hermana de Bart se inspira en la iconografía de They Live by Night (Nicholas Ray, 1948) ¿O cómo no escuchar el eco del final de Solo se vive una vez (You Only Live Once, Fritz Lang, 1937) en las desoladas imágenes finales? En el futuro el cine americano volverá a este tema en alguna de sus películas esenciales de los años sesenta, baste pensar en Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, Arthur Penn, 1967), donde la brutalidad de la violencia estará en primer plano. Y ya que estamos hablando de una obra cinematográfica que ha conocido al menos dos sugestivos títulos, podríamos tomar prestado de otro gran filme americano el suyo para sintetizar en solo tres palabras donde reside el impacto y la fascinación de El demonio de las armas: Kiss Me Deadly.
SANTOS ZUNZUNEGUI
[1] Ambos números conocieron años después una reedición facsímil.
[2] El número doble de los años sesenta incluía, también, un diccionario de productores.
[3] B. T., “Lewis, Joseph H.”, en Cahiers du cinema, nº 150-151, diciembre 1963-enero 1964, págs. 142-143.
[4] Aunque para ser justos con la intelligentsia francesa no hay que dejar de lado el hecho de que autores como Ado Kyrou, en su célebre Le surréalisme au cinéma, no habían dejado de señalar, en fecha tan temprana como 1953 un filme, que apuntaba en la dirección de que lo denominaba “revolte folle”.
[5] Entre los que suele destacarse Agente especial (The Big Combo, 1955), variante tardía del cine negro, con un guión poco brillante de un Philip Yordan que había conocido mejores momentos, un grupo de actores escasamente convincentes y una fotografía a cargo del gran John Alton que, pese a ser lo mejor del filme, no bastaba para sostener un material global tan endeble.
[6] Iniciado el proceso en 1932, tres años después estaba vigente en un 85% de las salas de exhibición en USA. El declive de la serie B, patente ya a principios de los años 50, fue causa, en buena medida, de la ley anti-trust (1948) que obligó a las Majors a desprenderse de las salas cinematográficas que poseían acabando con la integración vertical de las compañías. Correspondió a la emergente TV hacerse cargo de este tipo de producción.
[7] Como es bien sabido en Hollywood cuando los hechos se convierten en leyenda se imprime la leyenda: se habla de un primer guión desmesurado debidamente podado y “adaptado” por Trumbo. Sobre este tema puede consultarse la documentada monografía de Jim Kitsess, Gun Crazy, Londres, BFI, 1996.
[8] Conviene recordar que el filme conoció dos títulos y dos estrenos. Distribuida por United Artists en enero de 1950, con el título Deadly is the Female (en programa doble con el western de Lesley Selander, Storm over Wyoming) y reestrenada en el mes de Agosto del mismo ya con el título que conocemos.
[9] Durante su luna de miel, la pareja gasta sus últimos dólares en unas hamburguesas. Interpelados por el camarero del local sobre si desean cebolla adicional, Bart responde “Por supuesto”. “Cuesta un nickel más”, le informan. “Pues no la ponga”, será su réplica.
[10] Jim Kitses, Op. Cit., pág. 47.
Para entender lo que fue la carrera de Lewis y su Gun Crazy hay que tener en cuenta el humus sobre el que crece el conjunto de su obra. Que no es otro que el que le proporciona ese territorio conocido como Poverty Road.