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19:00 Presentación: Santos Zunzunegui

20:00  Red Line 7000, Howard Hawks, EUA, 1965, 110'

 

PELIGRO… LÍNEA 7000 (RED LINE 7000, HOWARD HAWKS, 1965)

 

La historia del cine es también, aunque mucha veces lo sea como una modesta nota al pie, la historia de los avatares de la crítica cinematográfica. No parece que a estas alturas se pueda poner en duda la revolución que trajo consigo el doble impulso que supuso la irrupción en la palestra de la denominada “política de los autores” apadrinada por los “jóvenes turcos” de los Cahiers du cinéma de los primeros años cincuenta del cada vez más lejano pasado siglo así como su paralela reivindicación del cine norteamericano como espacio donde mejor se había cultivado una creatividad propiamente cinematográfica[1]. Que esta opción crítica fuese denominada por sus muchos detractores como “Hitchcock-Hawksiana” apunta en dirección de las dos puntas de lanza de su discurso: dos cineastas (Alfred Hitchcock y Howard Hawks) que, hasta ese momento, habían sido considerado como hábiles artesanos, notables roturadores de sus respectivos territorios (el denominado “suspense” en el caso del primero; una especial habilidad para moverse con soltura de un campo genérico a otro sin desdoro para la calidad de su trabajo en el del segundo), pero a los que la crítica más tradicional estaba lejos de considerar “autores” en la medida en que estaba dispuesta a conceder esa categoría a toda una serie de cineastas europeos (y a alguno que no siendo propiamente americano, como Charles Chaplin había sido cooptado sin problemas y de forma momentánea, como bien sabemos, por la intelligentsia yanki).

 

Como la historia ya ha dictaminado, la revolución crítica emprendida por los jóvenes críticos que luego iban a formar la vieja guardia de la Nouvelle Vague se presenta en nuestros días como un hecho irreversible por más que alguno de los parámetros (pienso, por ejemplo, su ambigüedad en el uso de nociones como la tan traída y llevada “puesta en escena”) sobre los que se asentaba aquella “revolución” no sigan vigentes en muchos de los sentidos que se les quisieron dar en aquellos momentos. Pero si me interesa, en esta perspectiva, destacar que la batalla en torno al estatuto del cine de Alfred Hitchcock se ganó hace ya mucho tiempo y encontró su definitiva consagración a comienzos del nuevo siglo con la magna exposición que le dedicaron al alimón el Centro Georges Pompidou y el Musée des Beaux Arts de Montréal bajo la dirección de Dominique Païni y Didier Ottinger. Titulada nada menos que Hitchcock et l’art. Coïncidences fatales, esta muestra venía a otorgar un espacio singular al orondo cineasta angloamericano en una dimensión compartida con los más grandes artistas plásticos del siglo XX. Final, pues de una querella, casi cincuenta años después de que Cahiers du cinéma dedicara al maestro un número especial (n.º 39, 1954) en medio de la incomprensión de buena parte la crítica dominante.

 

En cuanto a Hawks, a pesar de que la recepción que la revista fue dedicando a sus sucesivas obras estrenadas en Francia fue filme tras filme, desde su nacimiento en los inicios de la década de los cincuenta, extraordinariamente calurosa, habrá que esperar hasta enero de 1963 (justo cien números después del dedicado a Hitchcock) para que la revista presente con todos los honores un “monográfico Howard Hawks”[2]. Es evidente que una obra tan poco exhibicionista como la de Hawks se presta poco a juegos comparatistas no siempre pertinentes. O para decirlo de manera más sencilla (y poder desmentirlo más adelante) estamos ante un cineasta que solo se mide con sus colegas de profesión (entendiendo la palabra en sentido estricto) y consigo mismo. Pero merece la pena detenernos en alguno de los avatares de este itinerario.

 

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Aunque sea François Truffaut al que se deba la primera utilización de la expresión “política de los autores”, en un militante artículo sobre Abel Gance aparecido en la revista Ars en Septiembre de 1954, desde nuestro particular punto de vista me gustaría llamar la atención sobre un texto de Jacques Rivette aparecido un año antes en los Cahiers (n.º 23, 1953) con motivo del estreno francés del filme que se conoció entre nosotros con el título de Me siento rejuvenecer (Monkey Business, Howard Hawks, 1952). El texto llevaba el provocador título de “Genio de Howard Hawks” y tiene mucho de manifiesto inaugural al estar dedicado a un cineasta cuya obra, realizada en su totalidad en el interior del “studio system”, parecía una de las menos apropiadas para poder ser elevada a los altares de la “autoría” al menos tal y como venía entendiéndose esta noción por la crítica dominante del momento[3]. Pero lo más atrevido del artículo venía de la retórica del joven crítico: “la evidencia es la marca del genio de Howard Hawks. [Su obra] se impone al espíritu mediante la evidencia”. Afirmaciones contundentes que le permitían redondear un texto que, tras destacar el parentesco del cineasta nada menos que con Corneille, se clausuraba con la afirmación de que “cualquier filme de Howard Hawks ofrece en primer lugar a la belleza su afirmación tranquila y segura, sin retorno ni remordimientos. Demuestra el movimiento andando, la existencia respirando. Lo que es, es”.

 

Es verdad que esta manera categórica de afirmar el genio siendo contundente deja poco lugar al debate. Y tampoco es menos cierto que no aclara demasiado sobre cuáles son las armas que el artista pone en juego para hacer llegar al espectador a este tipo de conclusiones. Si uno rebusca con cuidado en la larga crítica podrá encontrar elementos (muy esquemáticos sin duda) que podrían ser aprovechados en aproximaciones que traten de ir un paso más allá de las supuestas “evidencias” para adentrarse en el más proceloso terreno de las “explicaciones”. Personalmente encuentro más sugerentes afirmaciones como las siguientes: “los héroes le retienen menos por su sentimientos que por sus gestos que persigue con apasionada atención; filma acciones especulando sobre el poder de sus apariencias[4]: nos importa la precisión de cada paso y el ritmo del desplazamiento y cada golpe y el progresivo desplome del cuerpo herido” [las cursivas son mías]. En dos palabras: “belleza eficaz”. O mejor aún, dejemos explicarse al propio cineasta (Hawks es uno de los artistas que mejor hablan de su trabajo, en la medida en que considera como tal hacer películas): Tras reconocer la influencia inicial en su obra de Amanecer (Sunrise, 1927) de Murnau y su progresivo abandono de los alambicados movimientos de cámara, dictará su famosa lección: “Intento contar mi historia exactamente como ustedes la verían, de la manera más sencilla, colocando la cámara a la altura del hombre. Mi trabajo con la cámara es el más simple del mundo”. No hay duda que Hawks suscribiría la afirmación de Raoul Walsh de que si no tienes una historia que contar, no tienes nada.

 

¿Y si Hawks fuera el perfecto ejemplo de aquello que Bazin llamaba (recuerden, hablaba de William Wyler) un “estilo sin estilo”?[5] ¿Qué decía Bazin (que se hacía en voz alta la pregunta ¿cómo se puede ser Hitchcock-Hawksiano?) sino que la honestidad dramática debe evitar cualquier índice de refracción entre espectador e historia y que los planos deben construirse como una ecuación, según una mecánica dramática? O, para acercarnos más al “clasicismo hawksiano”, que el coeficiente cinematográfico de un filme, debe calcularse sobre lo que denominaba la eficacia de la planificación. Quizás ese “clasicismo hawksiano” no sea sino el encuentro, primero en un plató y luego en una sala de montaje, de esa planificación cuyo fluir no obedece a otra regla que al dictamen del drama[6].

 

Este es el momento adecuado para señalar que Martin Scorsese suele destacar que los cineastas de Hollywood pueden catalogarse en cuatro categorías básicas[7]: los que denomina “iconoclastas” (representados por artistas como Erich von Stroheim en el mudo u Orson Welles en el sonoro) incompatibles con las limitaciones que les plantea el acotado mundo de una creación de tipo taylorista; aquellos que necesitan la disciplina del sistema para poder florecer como creadores y sufren cuando se postulan como independientes (el caso ejemplar lo ofrece Vincente Minnelli); los que son capaces de trabajar confortablemente en el interior del sistema (como sería el caso de un Michael Curtiz o, añado por mi cuenta, un Raoul Walsh) y, finalmente, los que denomina “contrabandistas” (aquellos que son capaces de mudar un material rutinario en una forma de expresión personal, como podría ser un Jacques Tourneur). ¿Qué lugar que ocuparía un Howard Hawks? Descartadas tanto la primera como la última casilla, es sensato postular que Hawks se ubica en un lugar fronterizo entre las otras dos. No en vano, aunque sus filmes fueron en su inmensa mayoría distribuidos por las grandes estudios, nuestro cineasta siempre que le fue posible se reservó el papel de productor ejecutivo de sus películas cualquiera que fuese su género. De esta manera se garantizaba un control sobre su trabajo y se aseguraba una supervivencia a largo plazo sostenida por su eficacia narrativa, su soltura técnica y su respeto a las leyes de una narración que contribuyó como pocos a establecer, primero, y a pulir y desarrollar, después.

 

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Llegados a este punto podríamos sostener que aunque se hable menos de él que de Hitchcock (por volver sobre los dos “cabezas de serie” principales de la política de los autores), el aprecio por el cine de Hawks parece haberse instalado en una normalidad olvidadiza que, sin embargo, sigue repitiendo uno tras otro los lugares comunes de tipo temático que se acuñaron tempranamente por sus defensores a ultranza. Para desprendernos de ellos con rapidez (y no porque sean falsos sino porque nos distraen del camino que quiero adoptar) tomaré de un converso relativamente temprano como Georges Sadoul una enumeración de sus temas predilectos[8]: el cineasta de la amistad viril[9], de un heroísmo cotidiano sin bombo ni platillos, el cineasta de la relación entre el hombre y unas máquinas (aviones y coches de carreras, como veremos) tan hostiles unas veces como dóciles otras; el cineasta que los toca todos y pasa, en fin, con absoluta solvencia de un género a otro (¿y si Hawks hubiera realizado la mejor película de cada género por el que ha transitado en su dilatada carrera?).[10] En este contexto, ¿cuál es el lugar que ocupa en esta obra, que parece asentada con firmeza sobre unas bases inamovibles ya desde fechas tan tempranas como 1928, un filme tardía como Peligro… Línea 7000, fechado en 1965, a mediados de la década que venía a poner en solfa todos los principios que habían venido sosteniendo la hegemonía industrial y cultural del Hollywood clásico.

 

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Henri Langlois, ha señalado que el estreno en París de Una novia en cada puerto (A Girl in Every Port, 1928) supuso una revelación, ofreciendo una alternativa “moderna” (volveremos de inmediato sobre esta idea de “modernidad”) a las nieblas del expresionismo germánico. Desde ese momento, cambiando de un género a otro, el cine de Hawks no solo mantuvo sus constantes temáticas tan apreciadas por los defensores a ultranza la política de los autores sino que llevó a cabo una progresiva tarea de afinamiento de un estilo minimalista pegado como un guante (de terciopelo) a la historia narrada. Lo que permitió a Bazin poner el punto sobre las íes, cuando recordó a sus pupilos que el interés real de este cine no estaba en sus guiones sino en lo que su inteligencia formal (la cursiva es mía) revelaba de inteligencia en un sentido más amplio.

 

De hecho la película que nos convoca no goza de gran predicamento entre los apasionados del cine de Hawks (con las excepciones de rigor, que veremos) y no es fácil encontrar lecturas de la misma que la hagan justicia. Por eso propongo empezar por un modesto y breve texto incluido en un diccionario de películas que es, sin lugar a dudas el mejor del que disponemos a estas alturas en castellano sobre el filme y que nos ahorra discursos ulteriores, aunque disentiría acerca del carácter “menor” que atribuye a la obra: “Película menor pero de una extraña precisión visual. Con encuadres y cambios de planos escuetos y funcionales, así como movimientos de cámara nada espectaculares, conserva cierto regusto a película entre la serie B y el documental. Sin estrellas, con actores jóvenes y desconocidos refleja las desventuras profesionales y personales de un grupo de corredores de coches”.[11]

 

Añadiré por mi parte alguna obviedad que, sin embargo, tiene mucho que ver con el interés de fondo (y de forma) de la película: estamos ante un filme, ya lo he recordado, de 1965. Para ir directamente al grano, se trata de una obra realizada en medio de una década en la que los cimientos del cine mundial iban a sufrir una notable sacudida mediante un doble impulso formal y político ejemplificado en esos “Nuevos Cines” de los que es paradigma central la Nouvelle Vague. No deja de ser curioso que este movimiento sísmico se iba a dar en sintonía con la aparición de dos piezas capitales de las obras respectivas de los cineastas americanos que habían funcionado como banderín de enganche en la ya demasiadas veces citada “política de los autores”, sacando a la luz, de manera definitiva, la pertinencia de la elección Hitchcock-Hawksiana realizada por los Cahiers amarillos. En 1959, Hitchcock se había tirado de cabeza a la piscina rodando un pequeño filme en blanco y negro, con un limitado equipo televisivo y había puesto cabeza abajo algunas de las convenciones narrativas más consolidadas. Debidamente travestida en obra de género, Psicosis (Psycho, 1960) llevaba a cabo la misma operación que tan morosamente Antonioni ensayaba en esos mismos días en su L’avventura. Como es lógico, la capacidad publicitaria del cineasta londinense fue capaz de convencer al público de que lo que era en verdad una obra de vanguardia solo debía ser tomado como un mero divertimento. Más complicado (y menos apreciado) fue el intento Hawksiano de reivindicar la “modernidad” de su obra. Si como sostenía Langlois, “Hawks es, en su totalidad un hombre moderno”[12] ahora nos iba a dar la definitiva prueba de ello.

 

Para entender lo que voy a proponer a continuación partamos de otra afirmación del factotum de la Cinemateca Francesa: [En sus películas] Hawks no se preocupa más que de la construcción dramática, es decir de los volúmenes y las líneas, es el Le Corbusier del cine hablado. Sus obras son de una desnudez casi abstracta, hechas como de hormigón”. Esto es precisamente, lo que prueba Peligro… Línea 7000[13] mediante un filme despojado de cualquier ganga, que combina, hombres, mujeres y coches en un número limitado de decorados (circuitos, siempre iguales a si mismos, de la salida al final se cierra un mismo círculo una y otra vez; habitaciones de hoteles intercambiables; restaurantes y bares todos parecidos entre sí) siempre filmados de la misma manera. De tal forma que la película deviene una especie de Variaciones Goldberg del cineasta donde las situaciones recurrentes (las carreras, que son múltiples y una sola al tiempo; los lances amorosos, las parejas que se componen y descomponen) parecen repetirse hasta el infinito produciendo lo que Jean-Louis Comolli[14] (uno de esos espectadores atentos a los que antes me refería) ha descrito como una conversión de la repetición de lo idéntico en una renovación de las oportunidades narrativas (Peligro… Línea 7000, filme musical) y donde ese retorno de lo mismo deviene fascinación y la mera mecánica en pasión hasta alcanzar un auténtico arte de la modulación.

 

Lo que significa que si tratamos el filme como lo que no es (un mero relato de aventuras tanto automovilísticas como sexuales) nos perdemos el hecho de que la propuesta se realiza en un nivel diferente, ese que en aquellos años comenzaba a explorarse, en profundidad, por una crítica que se confrontaba de golpe con problemas tales como sustituir la “literatura” sobre la autoría por un inventario y análisis de las formas cinematográficas lo más preciso posible, acompañado de un paralelo examen de las significaciones vehiculadas por esa formas. En fin, de lo que se trataba para la “nueva crítica” que acompaña en su emergencia a los “nuevos cines” es describir la invención formal que sostiene cada obra artística. Por eso, como señala  Michel Delahaye[15], la incomprensión acerca de Peligro… Línea 7000 se debe a que estamos ante un cine que no puede apreciarse si, más allá del tema, más allá de un estilo reducido a lo esencial, no se es sensible a la armonía significante de las configuraciones. Configuraciones que, añadiría, no solo son estilo sino que constituyen el corazón del mismo.

 

Porque, y aquí está el rasgo de genialidad, Hawks, igual que sucedió con Hitchcock unos años antes, había percibido el aire de los tiempos y, a diferencia de la mayoría de sus colegas americanos, pese a ser un cineasta consagrado se embarcó en un pequeño y modesto filme que hacía suyos muchos de los estilemas de los “nuevos cines”: con su aire de producción independiente, convocando a jóvenes actores y actrices que estaban iniciando sus carreras, que practicaba una sugestiva mezcla entre imágenes documentales (todas las imágenes de las carreras están rodadas en 16 milímetros con su “grano” muy patente y, probablemente, en el mismo circuito) y de ficción (eso sí, reducida al mayor de los esquematismos) y que se encuadra en el género (las carreras de coches en circuito cerrado) que mejor permite al cineasta alcanzar sus designios: proceder a mostrar al desnudo cómo están fabricadas los relatos cinematográficos, cuáles son sus estructuras profundas que aquí parecen trasparentarse bajo el permanente retorno de lo idéntico. Howard Hawks, artista constructivista.

 

Porque lo que hay que tener en cuenta es que estamos ante el único filme realizado por uno de los grandes cineastas del Hollywood tradicional que se deja impulsar por los vientos que agitaban al cine en esos días, alcanzado de lleno por la “nueva ola” teórica del estructuralismo[16], esa apuesta analítica que se interrogaba sobre la actividad cognitiva del espectador, que pretendía explorar los mecanismos mediante los que podíamos comprender cómo comprendía, haciendo patentes las reglas que subyacen al funcionamiento del objeto artístico. Objeto artístico que ahora deja de ser una entidad inefable para ser sometido a un escrutinio implacable de su materialidad significante[17]. Lo mismo que algunos escritores propusieron la práctica de una “literatura literal”, el filme de Hawks nos convoca a tomar en serio su minuciosidad descriptiva, su minimalismo narrativo, su dimensión de arte conceptual. En el fondo estamos ante un elegante y discreto ejercicio de arte metanarrativo mucho más sutil que cualquiera de los que por aquellos años se practicaban por todos los confines del mundo cinematográfico.

 

 Como dice Comolli, “no porque el filme se desarrolle en el mundo de las convenciones debe de ser tomado por convencional. Es por esto, precisamente, por lo que no lo es. A la originalidad de partida, preferimos la originalidad de llegada”.

 

Hawks es, en su totalidad un hombre moderno.[18]

Santos Zunzunegui

 

 

 

 

 

 

[1] Sobre este tema puede leerse Santos Zunzunegui, “El gusto y la elección. La política de los autores y la noción de puesta en escena en los Cahiers du cinéma entre 1962 y 1965”, en VV. AA., En torno a la Nouvelle Vague. Rupturas y horizontes de la modernidad, IVAC/CEGAI/Festival Internacional de Gijón/Filmoteca de Andalucía, 2002, págs. 55-70. También recogido en La mirada plural, Madrid, Cátedra, 2008, págs. 205-221.

[2] La relación de Cahiers con Hawks conocerá ya en los años setenta un último avatar crítico: un indigesto texto de corte lacaniano escrito por Serge Daney y titulado (no le falta razón al mismo) “Vejez del mismo”. Véase “Vieillesse du même (Howard Hawks et Rio Lobo)”, Cahiers du cinéma n.º 230, 1971, págs. 22-27 (reproducido en La rampe. Cahier critique 1970-1982, París, Cahiers du cinéma/Gallimard, 1983, págs. 29-34).

[3] La reticencia de buena parte de los estudiosos cinematográficos hacia la obra de Hawks era compartida por muchos de sus colegas de profesión. Cuenta Patrick McGilligan en su biografía del cineasta (George Cukor. Una doble vida, T & B, 2001), que Cukor al ser entrevistado por Cahiers du cinéma hizo saber a sus interlocutores que el placer que le producía ser reconocido por la revista, se veía empañado por el hecho de que los Cahiers hubieran entrevistado, con anterioridad a él, a Howard Hawks (“Christ, Howard Hawks!”):

[4] Podríamos ver el cine de Hawks como la inversión del dictum de Robert Bresson: “Nada de acción, solo sentimientos”. Si no fuera porque, de inmediato, surge la posibilidad de acuerdo. De nuevo Bresson: “Valdría más hablar de precisión que de acción”.

[5] Los interesados pueden releer “William Wyler o el jansenista de la puesta en escena” (1948), en ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 1966, págs. 140-163.

[6] He intentado acercarme a los misterios (que no son tal) del llamado estilo clásico de Hollywood en un texto titulado  “Tamaño, distancia, posiciones. Drama y psicología en la planificación clásica”, en La mirada cercana. Microanálisis fílmico (edición revisada y ampliada), Santander, Shangrila, 2016, págs. 82-111. Con los matices que requiere cada caso particular, creo que muchas de las cosas que ahí se señalan podrían servir para empezar a estudiar seriamente y sin caer en banalidades el cine de Hawks.

[7] Martin Scorsese y Michael H. Wilson, Un recorrido personal con Martin Scorsese por el cine norteamericano (A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies, 1995). Esta obra existe, como bien sabe el lector, en dos formatos, un programa de TV y un Coffee Table Book (edición española en Akal, 2001) con los textos de la banda sonora de la edición videográfica y numerosa iconografía.

[8] Véase “Hawks, Howard”, en Diccionario del cine. Cineastas, Madrid, Istmo, 1977, págs. 216-218.

[9] Para acabar de una vez por todas con este eufemismo (muy en boga en su momento en la crítica española de los años sesenta del pasado siglo) véase el estupendo análisis (que ni cae en las llamadas “readings against the grain”, ni sucumbe a las simplistas soflamas condenatorias de una parte significativa de la crítica feminista anglosajona) de Noël Burch sobre el cine de Hawks incluido en su “Howard Hawks ou l’auberge espagnole”, en De la beauté des latrines. Pour réhabiliter le sens au cinéma et ailleurs, París, L’Harmattan, 2007, págs. 239-264. En dos frases: un cine que hace suyo el síndrome narcisista masculino (Leslie Fiedler); un cine que apunta en la dirección de una bisexualidad más explícita de lo que parece (Robin Wood).

[10] No es insensato sostener que Hawks ha(bría) realizado el mejor filme de gangsters (Scarface, 1932), la mejor comedia (La fiera de mi niña, 1938), el mejor filme de aviación (Solo los ángeles tienen alas, 1939), el mejor filme negro (El sueño eterno, 1948), el mejor musical (Los caballeros las prefieren rubias, 1953), el mejor colossal (Tierra de faraones, 1955), el mejor western (Rio Bravo, 1958), el mejor filme de aventuras africanas (¡Hatari!, 1961) y, por supuesto, el mejor filme de coches de carreras (Avidez de tragedia, 1932, sí; pero, sobre todo Peligro… Línea 7000, 1965).

[11] “Peligro… Línea 7000”, en Carlos Aguilar, Guía del cine (5ª edición), Madrid, Cátedra, 2014.

[12] Henri Langlois, “Hawks homme moderne”, Cahiers du cinéma, n.º 139, 1963, págs. 1-4.

[13] No deja de ser curioso que aunque era bien conocida su participación en la “fabricación” de los guiones de sus filmes quisiera esta vez dejar constancia de que el guion, firmado por George Kirgo, estaba basado en una historia propia.

[14] Jean-Louis Comolli, “Cherchez le Hawks!”, Cahiers du cinéma, n.º 180, 1966, págs. 24-28.

[15] Michel Delahaye, “Hawks Forever!”, Cahiers du cinéma, n.º 180, 1966, págs. 23-24

[16] Un par de obras que se publican en el mismo momento de la realización del filme de Hawks: Ensayos críticos (Roland Barthes, 1964), Semántica estructural (A. J. Greimas, 1966).

[17] En palabras de Susan Sontag en su célebre “Contra la interpretación” (1964): “Debemos de aprender a ver más, a oír más, a sentir más (…) La función de la crítica debiera ser mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, en lugar de mostrarnos su significado” (Contra la interpretación, Barcelona, Seix-Barral, 1969, pág. 24).

[18] Para que no quede ninguna duda describiré el inicio de un filme: La cámara encuadra frontalmente una puerta mientras comienzan a desfilar los títulos de crédito y suena la música de la obertura de la película. De improviso, el transcurrir de los títulos se interrumpe para que la puerta se abra y aparezca un Gary Grant con gafas de culo de vaso y aspecto de sabio distraído ensimismado en sus pensamientos. Una voz off, le recordará “Not yet, Gary” (“Todavía no, Gary”). Volverá sobre sus pasos y cerrará la puerta tras de sí. Pocos momentos después se repetirá la situación, con idéntico resultado. Solo cuando los títulos de crédito hayan terminado, la puerta se abrirá por tercera vez y esta vez comparecerá en escena Barnaby Fulton, encarnado por Gary Grant. El filme puede comenzar, se llamará Me siento rejuvenecer (Monkey Business) y lo dirigió para la Fox, en 1952, Howard Hawks.

 

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