19:00 Presentación: Santos Zunzunegui
20:00 Proyección: Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, EUA, 1971, 101'
CARRETERA ASFALTADA EN DOS DIRECCIONES (TWO-LANE BLACKTOP, MONTE HELLMAN, 1971)
La década de los años sesenta del pasado siglo supone uno de los puntos más críticos del negocio de las grandes compañías que habían venido rigiendo hasta esos momentos el destino del cine norteamericano y mundial. La sangría permanente en la frecuentación a las salas cinematográficas en USA, que había alcanzado los 110 millones de espectadores/año en 1930, se había derrumbado hasta apenas 40 millones para finales de los cincuenta tras el breve espejismo de los años inmediatamente posteriores al fin de la II Guerra Mundial, cuando la recaudación por venta de entradas había alcanzado sus máximos históricos y se había se había recuperado temporalmente la cifra de asistentes hasta un esperanzador nivel de 100 millones de espectadores año. Pero a partir de ese momento, todos los parámetros económicos iban a volver a señalar una ruta descendente. Las causas, múltiples y complejas: el primer aldabonazo vino de la mano, en 1948, de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos cuando se dictó la sentencia antimonopolística que obligó a las Majors de Hollywood a renunciar a su política de integración vertical que les permitía controlar todo el proceso cinematográfico desde la producción de los estudios hasta la exhibición en salas de los filmes que producían.
Pero las mutaciones más importantes vinieron de la mano de los cambios sociológicos que sufrió la sociedad norteamericana, en especial con el desplazamiento creciente de importantes núcleos de población hasta las nuevas zonas residenciales en la periferia de las grandes urbes lo que dejaba ayunos de público potencial a los viejos “palacios del cine” ubicados en unos centros urbanos crecientemente desertificados y que no podían ser sustituidos de forma suficientemente rentable por los drive-in ubicados en zonas suburbiales. Por si esto fuera poco, la irrupción de una nueva forma de entretenimiento, la televisión, que permitía sin pagar entrada acceder a un consumo audiovisual gestionable desde la intimidad del hogar, iba a convertirse en un serio adversario para el que había venido controlando a lo largo del siglo XX la forma básica de conformación del imaginario popular de varias generaciones. Para finales de los años cincuenta, un 90% de los hogares norteamericanos eran poseedores del nuevo artilugio casero.
Por supuesto, Hollywood buscó todas alternativas posibles para seguir ofreciendo formas de espectáculo atractivas que consiguieran revertir lo que parecía una tendencia irreversible. Al viejo truco de los “programas dobles” en los que se añadía al filme-estrella una película de la serie B por la misma tarifa, le seguirán la incorporación generalizada del cine en color, la aparición de los nuevos formatos de pantalla concebidos para luchar contra la imagen “sello de correos” del electrodoméstico televisivo (cinemascope, cinerama, Tood-AO), el cine en relieve (3-D), comenzará a ensayarse lo que luego se conocerán como blockbusters (entre 1960 y 1965 Bronston lo probará España) e incluso una limitada, pero cierta, apertura hacia filmes cada vez más adultos y menos condicionados por la censura.
Pero nada de esto supuso, sin embargo un contrapeso suficiente para recuperar a un público cada vez más reacio a volver a las salas oscuras. Algo estaba cambiando para siempre. Un solo dato lo confirma de manera fehaciente: si en 1930 el porcentaje de la población USA que acudía semanalmente a una sala de cine alcanzó la cifra récord de un 65%, cayó hasta el 42% en 1932, recuperó cotas de 60% durante los años de la II Guerra Mundial, para entre 1949 y 1959 registrar una caída en picado hasta un triste 25%. Para 1964, esta cifra se habrá hundido hasta el 10% para mantenerse por debajo de la misma durante el resto de la década.
A lo que venía añadirse el que otras mutaciones profundas estaban alcanzando de lleno a una juventud que ya no se reconocía en muchos de los valores a los que sus mayores habían venido adhiriendo durante décadas. Una enumeración somera de los componentes del terremoto que sacude a la sociedad USA nos pone frente a una notable liberalización de las costumbres que alcanza sobre todo a las capas más jóvenes de la población (los hijos del llamado Baby Boom) y a los intelectuales, a la extensión de diversas causas de contestación social entre las que cuenta el auge de la lucha por la ampliación de los derechos civiles de las minorías, muy activo en el primer quinquenio de la de la década de los sesenta, la aparición es escena de un movimiento estudiantil capaz de salir de los campus universitarios para hacer pública no solo su oposición a la Guerra que empantana al ejército USA en Vietnam y que continuará hasta la paz de 1973, combinada con su implicación en unos conflictos raciales que conocerán derivadas radicales de la mano de movimientos como los Black Panther o los Weathermen. Pero también ante la popularización de la drug culture de la mano de un heterogéneo movimiento contracultural que se conocerá como hippismo, anticonsumista, libertario, pacifista, que impugna las formas de vida del establishment, bebe en fuentes heterogéneas (una cierta idea del budismo, el pensamiento pre-ecologista de H. D. Thoreau, las ideas del Mathama Gandhi) y no le hace ascos a participar en las protestas sociales sin tener que renunciar a los que se denominará la búsqueda, a través de diversas sustancias psicodélicas, de “estados alterados de conciencia” que faciliten un viaje interior que complete el vagabundeo exterior que también será una de sus señas de identidad. Un sueño que conocerá, a un tiempo, un apogeo y una profunda crisis en Agosto de 1969 en el festival de Woodstock, por un lado y en los asesinatos perpetrados por la familia Manson en otro.
Para sobrevivir en este complejo panorama las grandes compañías cinematográficas se vieron obligadas a diversificar sus fuentes de ingresos y a buscar socios financieros. En esos años se da una imparable tendencia que lleva a los Grandes Estudios a integrarse en grandes conglomerados económicos para los que el cine no es necesariamente la parte más relevante de su negocio global: en 1963, la MCA (Music Corporation of America) adquirirá la Universal, en 1966 la GULF + WESTERN se hará con el control de la Paramount, Seven Arts absorberá a la Warner en 1967 y apenas dos años después nacerá un nuevo conglomerado de la fusión de la Warner/Seven Arts con Kinney-National S. (que poseía negocios inmobiliarios, de fabricación de grabadoras y producía spots publicitarios) con el nombre de Warner Comm. Co.[1]
Por si esto fuera poco esos son también los años del “último hurra” de muchos de los nombres que llevaron al cine americano a su apogeo artístico: Raoul Walsh firma su filme postrero en 1964 (Una trompeta lejana), John Ford su última obra maestra en 1966 (Siete mujeres), Chaplin clausurará, definitivamente, su obra en 1967 (La condesa de Hong-Kong), Fritz Lang habrá rodado sus últimos trabajos lejos de Hollywood en la India y Alemania (El tigre de Esnapur y La tumba india, 1959; Los crímenes del doctor Mabuse, 1960), Howard Hawks volverá a frecuentar alguno de sus géneros favoritos para terminar su periplo (¡Hatari!, 1962; Su juego favorito, 1964; Peligro… Línea 7000, 1965; El Dorado, 1967; Rio Lobo, 1971) y cineastas de una generación posterior que intentarán sobrevivir como independientes (son ejemplares los casos de Otto Preminger o Vincente Minnelli) mostrarán a las claras que, para cierto tipo de creadores, no hay salud fuera de la disciplina taylorista del viejo sistema de estudios. Solo Alfred Hitchcock prolongará su carrera hasta mediados de la década de los setenta (Topaz, 1969, Frenesí, 1972; La trama, 1976) pero con obras que están lejos del vigor de sus mejores trabajos.
En resumen, pese a la aparición de algún gran talento (solo citaremos a Jerry Lewis) todo parece anunciar la Götterdammerung del viejo Hollywood. A la espera de que el Ave Fénix renazca, una vez más, de sus cenizas.
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A finales de la década tres filmes bien diferentes mostraron a la vieja guardia que venía rigiendo Hollywood desde hacía ya treinta años que era necesario implementar cambios para sobrevivir. Dos películas de 1967, Bonnie y Clyde (Arthur Penn, Warner Bros.), El graduado (Mike Nichols, United Artists) y una de 1969, Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, distribuida por Columbia) hicieron ver a los viejos ejecutivos que existían otras vías a explorar si se quería que el cine americano recuperase el aliento perdido e hiciera su aparición un “nuevo Hollywood”: al reciclaje a la altura de los nuevos tiempos de los géneros clásicos, la exploración de la sexualidad juvenil y la atención al nuevo universo contracultural que estaba transformando la sociedad norteamericana, venía a unirse al hecho de que los grandes estudios para esas fechas ya estaban en fase muy avanzada en la diversificación de sus actividades, siendo el cine para muchos de ellos una de las menos lucrativas si se comparaban con los negocios de la música juvenil o la televisión. Había que reequilibrar las cuentas de resultados de las distintas secciones de los grandes conglomerados económicos en los que se habían integrado los estudios cinematográficos.
Este era, en concreto, el caso de la Universal en el cual sus directivos Jules Stein y Lew Wasserman habían tomado la decisión de reconquistar a toda costa para las salas cinematográficas al público joven a la vista de los filones detectados por las compañías rivales. La decisión clave vino con el nombramiento de un joven de 37 años Ned Tanen, proveniente del departamento musical de la MCA, al frente de una unidad de producción llamada a poner en pie producciones de largometrajes cuyo costo no superase el millón de dólares (Carretera asfaltada en dos direcciones, en concreto, costó alrededor de 875.000 $) y fueran realizados por nuevos cineastas emergentes a los que, decisión impensable, en las décadas anteriores, se les otorgaría el final cut, es decir el control final sobre las dimensiones creativas del producto. En seguida, Tanen puso en marcha un plan de producción basado en declinar el éxito del filme de Hopper mediante la producción de tres largometrajes basados en los ingredientes que se combinaban en él, dos de los cuales implicarán a las “estrellas ascendentes” de Easy Rider, Peter Fonda que en 1971 llevará a la pantalla Hombre sin fronteras (The Hired Hand), Dennis Hopper que filmará en Perú uno de los más grandes fiascos del cine de la época llamado The Last Movie (1971) en un descontrolado y megalómano ambiente de drogas y sexo.
El tercer proyecto también buscaba el abrigo del éxito de Buscando mi destino: la carretera, la velocidad, unas relaciones personales y sexuales más abiertas. Precisamente unas de las primeras propuestas que se depositaron sobre la mesa de Tanen, vinieron de la mano de otro treintañero productor llamado Michael S. Laughlin que acaba de retornar a USA tras varios años en el Reino Unido donde había producido dos películas de éxito desigual. Rápidamente adquirió un par de guiones a escritores en sus inicios. Uno estaba firmado por Floyd Mutrux y se titulaba The Christian Licorice Store (y sería llevado a la pantalla por su propio autor), el otro había sido escrito por Will Corry, que tenía alguna experiencia como actor y escritor en series televisivas. Su guion se llamaba Two-Lane Blacktop y describía el desafío que mantenían dos jóvenes (uno de ellos de color) fanáticos de los coches preparados (en la jerga del mundo del motor hot-rodders[2]) al volante de su Chevy dos puertas de 1955 modificado contra un grupo de ricos muchachos que conducían un Pontiac GTO 1970 nuevo de serie en una carrera a través de Estados Unidos con el premio, para el ganador, del coche del adversario. Todo parecía indicar que se podía estar ante un “Easy Rider con cuatro ruedas”.
No es extraño que la opción de Laughlin para dirigir este filme se dirigiese hacia un cineasta formado en el interior de la escudería de Roger Corman, “Papa de la serie B” desde los años cincuenta, de la que saldrían no pocos de los grandes nombres de lo que enseguida se iba a conocer como “New Hollywood”. En este caso la elección se inclinó hacia un Monte Hellman que, cansado de invertir sin resultados en su propia compañía teatral y sin ninguna experiencia anterior tras de una cámara aunque con conocimientos de montaje, se había lanzado unos años antes a la realización de dos ínfimos productos de la “factoría Corman” (un filme de terror y otro de ambiente bélico) que mostraban no poca habilidad dentro de su modestia. Además, ya avanzada la década, llevó a la pantalla con la complicidad de Jack Nicholson dos singulares y escuetos westerns (The Shooting, 1966 y Ride in the Whirlwind, 1967) que, aunque solo se mostraron en USA en algún canal televisivo, fueron exhibidos en Francia donde alcanzaron un notorio reconocimiento crítico. La combinación perfecta capaz de convencer a un tiempo a Laughlin (Cinema Center Films) y a Tanen (Universal): el prestigio cultural que venía de allende el Atlántico en el momento del estallido mundial de las “nuevas olas” que estaban subvirtiendo todos los códigos cinematográficos, el oficio de saber moverse en las aguas pantanosas de pequeñas producciones genéricas.
Hellman leyó el guion y se interesó de inmediato por el proyecto. Con una condición: que fuera reescrito por un joven escritor llamado Rudy Wurtlizer. Así describe Hellman, en la presentación que hizo de la edición del guion realizada en 2007 por Criterion para su edición en DVD de Carretera asfaltada en dos direcciones, la escritura final de la película: “Rudy comenzó a leer el guion y lo dejó en la página 5. ‘No puedo leerlo’, me dijo. ‘No necesitas hacerlo’, le respondí. Nos pusimos de acuerdo en mantener la idea de la carrera a través del país. También permanecieron el Chevy 55, el Conductor, el Mecánico y la Chica, aunque modificados sustancialmente. Y esto es todo en relación a este tema. Rudy inventó el personaje de GTO y el Pontiac que conduce. Los demás personajes también fueron inventados por él”.
Al final la historia queda resumida así: acompañamos a dos jóvenes (el Conductor, el Mecánico) que viven participando en carreras ilegales de coches al volante de su coche preparado (Chevy 55 dos puertas). En la carretera se encuentran con una joven autoestopista (la Chica) que suben a su coche. También con otro conductor de mayor edad (GTO) al volante de un Pontiac GTO 1970 de serie, al que propondrán un desafío: el primero que llegue a Washington D.C., se quedará con el coche del perdedor. A partir de aquí los personajes (pero también Hellman y su equipo que realizarán en el rodaje sobre el terreno idéntico periplo al de sus personajes) atravesarán buena parte de los Estados Unidos, en lo que claramente es la versión distópica del mítico viaje fundacional del este al oeste, aquí invertido. El filme terminará antes de que se alcance el destino previsto.[3] Si siempre puede sostenerse que un filme contiene en sus imágenes un documental de su propio rodaje, en el caso que nos ocupa es muy evidente que los fotogramas de Carretera asfaltada en dos direcciones extraen buena parte de su fuerza de cómo “guardan memoria” del periplo en el que se embarcó el equipo durante el rodaje.
Hellman descarta rápidamente destinar los papeles protagonistas a actores conocidos. Tras rechazar a Bruce Dern para el papel del Conductor, su elección recae sobre un joven cantautor de apenas 23 año, llamado James Taylor cuyo exordio musical coincidirá con el rodaje del filme. Taylor que nunca volvió a ponerse delante de una cámara cinematográfica mostrará en su trabajo una de las filiaciones más secretas de la obra en la que participa con una mezcla visible de curiosidad y reticencia: como dice Richard Linklater, tiene el aire de haberse escapado de un filme de Robert Bresson, siendo uno de los pocos casos en los que, al margen de su obra, puede hablarse con propiedad de modelo, noción acuñada por el maestro francés. Por otro lado, tras complejas negociaciones, el papel del Mecánico lo interpretará otro jovencísimo músico también ayuno de cualquier experiencia cinematográfica, Dennis Wilson, batería y cantante de un grupo pop entonces en la cresta de la ola. Y no hace falta insistir el sentido que esta expresión tiene si hablamos, como sucede, de los Beach Boys[4]. Para la Universal estas elecciones vienen como anillo al dedo de sus propósitos de fusionar cine, juventud y música. Además, una desconocida aspirante a modelo neoyorkina, Laurie Bird, que al comienzo del rodaje ni siquiera es mayor de edad y mantiene un romance con el director del filme, prestará su presencia a la Chica. En su caso, que recuerda al célebre de Ingrid Bergman en manos de un Rossellini, es difícil saber a ciencia cierta si su “interpretación” nos coloca ante un personaje de ficción o ante las dudas e inconsistencias reales de una joven inmadura atrapadas por un objetivo inquisitivo (sin duda, las dos cosas a la vez). Buena parte de la fuerza del filme, ya lo hemos insinuado, residirá en esta confusión germinal y nada lo muestra mejor que la escena que se corresponde con la n.º 59 del guión de Wurlitzer, rodada en una vieja gasolinera a las afuera de Tucumcari. Un largo plano de minuto y medio de duración reúne al Conductor y a la Chica, sentados sobre una valla de madera. El conductor le contará a la joven, sobre el insistente fondo del ruido de las cigarras, una pequeña parábola sobre la vida y costumbres de esos curiosos amimales ante el desconcierto de la muchacha[5]. La lista de los personajes principales se completa con la presencia, en este caso, de un profesional Warren Oates, que ya viene rodado de haber trabajado con Hellman en uno de sus westerns y encarnará a GTO, el conductor antagonista.
Dos importantes elecciones adicionales son también decisión de Hellman. Ofrecer a Gary Kurtz, que había sido su ayudante en Ride in the Whirlwind, el rol de productor ejecutivo del filme[6]. Y todavía más significativa es la decisión de contratar como responsable de la fotografía del filme al hombre que iluminó sus dos westerns, el operador de origen húngaro, Gregory Sandor. Y lo es porque al ser Carretera asfaltada en dos direcciones una película de estudio necesitaba un operador afiliado a la IATSE (el elitista sindicato de directores de fotografía de largometrajes) en el que Sandor no había sido admitido. Esta situación tiene, por supuesto, su reflejo en los créditos del filme en el que figura como “assistant camera” John Bailey (que daba la cobertura sindical al rodaje y fue un colaborador fundamental de Sandor) y un “photographic advisor” para reconocer la aportación real del director de fotografía húngaro. El extraordinario trabajo de Sandor combina la simplicidad máxima con una precisión absoluta y una notable elegancia compositiva. Pocas veces la pantalla ancha (el filme se rodó en el formato 2:35 del Techniscope que facilitaba tener cada elemento del encuadre en foco) había funcionado de manera tan evidente como uno de los elementos visuales decisivos de la película.
Como Hellman insistió también en que el rodaje se realizara siguiendo el orden de las escenas en el guion, así como en que los actores no tomaran contacto con las escenas que tenían que interpretar hasta la noche anterior a su rodaje (con la finalidad, insiste Hellman de evitar que “construyeran un personaje”), la pequeña troupe del filme emprendió un viaje que les llevó entre Agosto y Octubre de 1970 desde Los Angeles hasta Maryville, en Carolina del Norte, pasando por Needles (California), Flagstaff (Arizona), Santa Fe y Tucumcari (Nuevo México), Boswell (Oklahoma), Little Rock (Arkansas) y Memphis (Tennessee). En paralelo, la Universal se embarcaba en una carrera publicitaria destinada a convertir el filme en un éxito antes de que existiera de hecho. Revistas importantes, como Rolling Stone o Esquire (que colocará a Laurie Bird en la portada de uno de sus números de 1971 y hablará del “filme del año”) se harán eco de la filmación.
El primer montaje alcanzaba una duración de tres horas y media, siguiendo escrupulosamente el guion. Pero dado que, pese a que Laughlin y Hellman habían obtenido el preciado final cut de la Universal, el contrato contenía una clausula según la cual el filme no debía superar las dos horas, la versión definitiva perdió casi la mitad del metraje filmado, quedando en una duración de ciento cinco minutos. El estreno del filme en Julio de 1971 no solo no alcanzó las expectativas que Tanen y Lauhglin habían puesto en la película sino que decepcionó profundamente a los ejecutivos de la Universal que, además de estar lidiando en esos días con el caos creado en Perú por el rodaje de La última película de Dennis Hopper, no eran capaces de entender las direcciones estilísticas que el trabajo de Hellman adoptaba. Para ellos que la película no tuviera música más allá de la diégetica que escuchamos en los diversos locales o en el coche de GTO, no casaba con la presencia de dos renombrados músicos, como tampoco que el cineasta renunciara a cualquier gesto espectacular para cerrar sus imágenes en torno a un progresivo silencio. Por si esto fuera poco, encontraron la prestación de los “no-actores” demasiado idiosincrática y el final absolutamente fuera de norma. El fracaso comercial del filme, pese a que se exhibió en Francia y Japón con un notable de éxito crítico, selló el destino del proyecto.
A partir de ese momento, la “ventana de oportunidad” creada por una conjunción única de situaciones volvió a cerrarse y el filme pasó a hundirse en un olvido del que solo retornaría años después, ya convertida en una pieza esencial del cine americano de comienzos de la década de los años setenta. Con motivo de una retrospectiva del cine de Hellman llevada a cabo en el año 2000 en el Southwest Film Festival de Austin (Texas), Richard Linklater escribió que “estamos ante la road-movie americana más pura”, destacando además su relación con la obra fotográfica de Robert Frank, The Americans, una de las piezas esenciales en el retrato visual de la América profunda
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¿Dónde reside la importancia de Carretera asfaltada en dos direcciones? En primer lugar en su valor de síntoma. No solo es un filme que refleja a través de sus elecciones el mundo de la contracultura americana del momento, presente en la mitología de los coches, el mundo hippie, el vagabundeo sin destino prefijado o la música folkrock, sino, de manera primordial, en que el reflejo de la misma no se hace, como sucede obras como Easy Rider, filmando espacios espectaculares, mostrando personajes excéntricos, haciendo visible la “cultura” de la droga (ácido, cocaína), sino de una manera muy sesgada, en sordina cuando no silenciosa, poniendo el acento en el “patio trasero de la sociedad norteamericana, sin subrayados coloristas y como dice Wurtlitzer, sin colocar en primer plano la dimensión política del retrato que hace de un tiempo y un lugar. En sus propias palabras, el filme es como un western en el que nunca se hiciera referencia a la Guerra Civil.
Y ya que traemos a colación el western, no es absurdo mantener que, a su manera, el filme de Corry, Wurlitzer y Hellman (intentemos restituir a cada uno lo que es suyo) reescribe toda una mitología genérica pero modificándola de forma sistemática o, si se prefiere, dotando de nuevo envoltorio figurativo a temas esenciales de un arte sustancialmente americano. Sin duda los automóviles ocupan aquí el lugar de los caballos en el cine del oeste, la carrera de coches remite al duelo que forma parte de sus convenciones más transitadas e, incluso, puede decirse que los roles de los “jóvenes” y los “viejos” están aquí presentes en una inversión que concede a los primeros la sabiduría y convierte a los segundos en mero narradores de historias de las que nada puede aprenderse. De la precisión del lenguaje de las conversaciones que mantienen el Conductor y el Mecánico que solo se refieren a su trabajo y a los problemas técnicos de la máquina que cabalgan, pasamos a los múltiples relatos autobiográficos que pergeña GTO para encandilar a los autoestopistas que recoge a lo largo de su periplo y que solo funcionan como una mera salmodia hueca. Si en el caso de los primeros, nada sabremos de sus vidas fuera de los gestos que constituyen su práctica profesional (la conducción, el mantenimiento)[7], el caso opuesto mostrará una personalidad escindida en múltiples relatos a cual más fantasioso. No se debe al azar que la confrontación tenga lugar entre un “coche preparado”, es decir, único por definición, y uno de serie. Así se opone la creatividad singularizada al estereotipo comercial que busca ofrecer una versión trucada de una experiencia primigenia. Con otras palabras, los coches no son solo personajes a tiempo completo, sino que pueden tomarse como el emblema de dos maneras opuestas de entender el cine, una de ellas bien representada por el filme que estamos viendo.
Pero, sin duda, el gesto más significativo está en retomar la idea del viaje hacia el oeste, tan trascendental en la cultura y en la formación de la nación americana, para invitarnos a un “viaje de regreso”. Llegado al final del recorrido, solo queda el retorno no se sabe muy bien a dónde, mientras se ilustra la idea de que solo existe el desplazamiento, el viaje como único lugar al que se pertenece. Que además tiene la característica (y esto expresa muy bien la estética del filme) de realizarse en paralelo a la mítica Ruta 66 que atraviesa el país de este a oeste, transitando esas carreteras de doble dirección a las que alude el título de la película y que nos ofrecen una especie de vista privilegiada de ese “patio trasero” de los Estados Unidos. Véanse, por ejemplo, las diversas escenas que suceden en el mundo nocturno de las carreras clandestinas o esa en la que los protagonistas roban placas de matrículas para poder atravesar con una cierta seguridad el territorio “redneck”.
Por eso este viaje, en una dirección equivocada, va multiplicando, a medida que avanza los encuentros fortuitos con diversos tipos de pequeñas catástrofes (un accidente en la carretera, el encuentro de GTO con una anciana y una niña que se dirigen al cementerio donde reposan los padres de esta última muertos en la carretera pocos días antes). Hasta llegar a la célebre escena final en la que pasamos del nivel de la historia narrada al de los mecanismos del cinematógrafo para escenificar el fin del relato. No solo dejando en suspenso la resolución narrativa sino adentrándose un paso más en la materia misma del cinematógrafo. Dejemos la palabra a Monte Hellman: “El guion terminaba con GTO conduciendo hacia el ocaso. Le pedí a Rudy [Wurlitzer] que escribiese una coda mostrando la carrera con la gente del pueblo a los que el Conductor desafía en el exterior de una coffee-shop de Carolina del Norte. Y le pedí que el filme terminara con la película deteniéndose en el proyector y quemándose”. Como también ha dicho Richard Linklater, admirador fervoroso de la obra, estamos ante el final más puramente cinematográfico de toda la historia del séptimo arte. En cualquier caso es imposible no pensar que, de esta manera, el cineasta hacía visible su conciencia de que el final de su obra era también el final de una oportunidad que quizás nunca volviera a presentarse.
Santos Zunzunegui
[1] Este proceso culminará en los años ochenta con la compra por parte de Coca-Cola de la Columbia en 1982, la adquisición por parte de una boyante compañía de TV por cable (Turner) de la MGM en 1985 y la toma de control por parte de Murdoch de 20th Century Fox en ese mismo año. Pero esta es ya otra historia.
[2] En la jerga automovilística de aquellos años se conocían como hot-rods los coches modificados para aumentar su velocidad. Práctica que tuvo sus inicios en los años veinte y que se había popularizado en los cincuenta en la zona del Valle de San Fernando, al norte de Los Angeles, dando lugar a una serie de carreras nocturnas clandestinas en las que se cruzaban importantes apuestas.
[3] En los títulos de crédito del filme, Will Corry figurará como autor de la historia y corresponsable, con Rudy Wurlitzer del guion.
[4] Y también mentor musical de un tal Charles Manson.
[5] Esta escena ilumina otro de los métodos de trabajo de Hellman: ceñirse, por lo general, de manera muy estricta a los diálogos escritos en el guion pero, al tiempo, incitar a los “actores” a hacer suyo el personaje y modificar aquellos si lo consideran necesario. En este caso con el elemento adicional de integrar el sonido ambiente en los diálogos, dando cuerpo al “aquí y ahora” del rodaje.
[6] En los años setenta Gary Kurtz se convertirá en uno de los colaboradores esenciales de George Lucas, para el que produjo American Graffiti (1973), La guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) y El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980).
[7] Así describe el guion de Wurlitzer al personaje del Conductor: “Cuando conduce se funde con el Coche; cuando está fuera del Coche parece ligeramente extraviado, como si hubiera perdido su propio centro”.
HISTORIAS DEL CINE II. SANTOS ZUNZUNEGUI