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19:00 Presentación: Santos Zunzunegui
20:00 Proyección: Shchors, Aleksandr Dovzhenko, URSS, 1939, 92'

 

SHCHORS (ALEXANDER DOVJENKO; 1939)

Hace ya años la gran cineasta belga Chantal Akerman se preguntaba por cuál era la tarea de los cineastas en el momento del cambio de milenio. En un mundo sepultado por imágenes insignificantes y repetitivas, en un mundo anestesiado por la banalidad del consumo masivo, dónde el narcisismo es pauta de comportamiento admitida, en el que la técnica y estética de la comunicación audiovisual parece cada vez más sometida a los dictámenes de la publicidad, la tarea parecía evidente: no contribuir a aumentar el flujo de imágenes banales, irrelevantes, indiferentes. Y lo formulaba con una expresión irrefutable: no hay que fabricar imágenes idólatras.

Me parece que esta sencilla proposición puede servir para explorar algunas de los múltiples problemas y contradicciones que se vivían en la URSS en la ominosa década de los años treinta del pasado siglo cuando se consolida el poder omnímodo de Stalin y brota, irresistible, el culto a la personalidad del líder omnisciente en el que se hace carne el sentido de la historia. Y me parece que uno de los nombres más interesantes para poder entender, al menos en alguno de sus aspectos, los complejísimos entresijos del debate cultural (y político) que se jugaba por aquellos días (durante un breve tiempo de manera explícita, luego de forma, como veremos implícita pero no menos relevante, al menos para un observador actual) entre el poder político y sus exigencias de construcción de lo que luego iba a denominarse con el eufemismo de “socialismo real” y cual podría (inmediatamente sustituido por “debería”) ser el papel de los artistas en esta tarea, no es otro que el de Alexander Dovjenko (Viunyshche, actual Ucrania, 1894-Moscú, 1956). 

Una mirada superficial a la historia del cine soviético puede tomar nota rápida del “martirologio” (autocrítica incluida) al que fue sometida la figura señera de S. M. Eisenstein por sus supuestas desviaciones de la “línea correcta” marcada por el PCUS tras sus primeros éxitos cinematográficos. Por el contrario la misma mirada superficial podría constatar que un gran cineasta como Dovjenko (quizás, visto con perspectiva, el mayor autor de aquel cine junto a “Su Majestad”) si no evitó del todo los encontronazos con el sistema vigente (del que, por otra parte, se consideraba un ferviente servidor) supo gestionarlos de tal manera que el precio que pagó por su “singularidad” fue menos fuerte que en el caso del maestro de Riga. Y, por supuesto, muy inferior al de aquella gente del cine que conoció directamente las delicias del GULAG cuando no la “justicia revolucionaria” del fusilamiento o el despectivo tiro en la nuca. Es precisamente la manera en que Dovjenko gestionó la relación entre sus pretensiones y logros como artista (al servicio, no lo olvidemos nunca, de la Revolución) con los compromisos que tuvo que adoptar lo que nos interesa aquí, sin por eso dejar de revisar algunos lugares comunes (las acusaciones de “nacionalismo ucraniano” o “panteísmo”), que juegan su papel en lo que podría calificarse de tragicomedia si no se levantara sobre una pira en la que se amontonan innumerables vidas destrozadas. 

 

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Desde este punto de vista una película como Shchors es importante. Por supuesto, por sus cualidades cinematográficas intrínsecas (que las tiene y no pocas). Pero, sobre todo, porque supone el final de un recorrido que comienza con la tercera película del artista (Zvenigora, 1928, saludada de forma entusiasta por Eisenstein y Pudovkin) y que alcanza en el filme que nos ocupa un cierto final de trayecto.

Dovjenko realiza Shchors tras la que es, hasta ese momento, aquella de entre sus obras que más parece satisfacer a las autoridades soviéticas, Aerograd (1935), rodada después de una interrupción de tres años en su carrera sobrevenida tras la realización de Ivan (1932), película realizada a la mayor gloria de la figura de los udarnik, trabajadores de vanguardia del nuevo proletariado soviético. Las dudas que Ivan (volveremos sobre algunos aspectos de este filme más adelante) suscitó entre los responsables de la cinematografía soviética, llevaron a nuestro cineasta a solicitar el amparo, nada menos que de Stalin. Ni corto ni perezoso, el autócrata convocó a Dovjenko que tuvo la oportunidad de leer su nuevo guión a una audiencia formada por el propio Stalin, Vorochilov, Molotov y Kirov. En su autobiografía, Dovjenko explica que se dio cuenta de que el georgiano “no sólo se interesaba por el contenido de la película, sino también por los aspectos profesionales y prácticos de su realización”.

Como ha escrito Guido Aristarco “Stalin va a proporcionarle a Dovjenko la ayuda necesaria para terminar Aerograd, pero, paternalmente, le sugiere el argumento para su siguiente película”. Llegados aquí hay que hacer un paréntesis para volver al año 1934 en el que tuvo lugar el trascendental Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en el que Stalin, hablando por la boca de uno sus fervorosos seguidores Andrei Zhdanov (miembro del secretariado del Comité Central de PCUS, en el que delegaría el control ideológico y político del sector cultural) acuñó la expresión “los artistas son ingenieros del alma humana”. “Ingenieros” llamados a romper con el romanticismo que, a la vieja usanza, se ocupaba de la vida y héroes inexistentes para sustituirlo por un “romanticismo revolucionario” que supiera mirar hacia el futuro mostrando a los nuevos modelos de vida del proletariado. La propuesta era simple: no se trata de representar la vida como realidad objetiva sino como realidad en su desarrollo revolucionario. Así, sostendrá Zhdanov, “la veracidad y la concreción histórica de la representación artística deben combinarse con el deber ideológico de reformar y educar a los trabajadores en el espíritu del socialismo. Este método aplicado a la literatura y la crítica literaria es lo que nosotros llamamos método del realismo socialista”. En otras palabras, el “realismo socialista” (la expresión parece deberse a Maxim Gorki) debía orientarse hacia la creación artística de los “nuevos mitos” de la “sociedad nueva” que estaba naciendo, idealizando al “nuevo hombre soviético” que el Estado quería moldear.

 

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Precisamente, en el campo del cine había hecho su aparición ese mismo año la obra que, desde el primer momento se convirtió en guía para trabajos posteriores: el filme Tchapaiev, realizado por los hermanos Sergei y Georgi Vasiliev que relataba los combates de un líder partisano en lucha con los ejércitos “blancos” durante los años de la guerra civil. Adoptado desde el primer momento como modelo cinematográfico para los cineastas soviéticos, no es sorprendente que Stalin sugiriera a Dovjenko que realizara un filme equivalente “sobre un Tchapaiev ucraniano”. El propio Stalin invitó a Dovjenko a visionar en su compañía el filme de los Vasiliev y relata el cineasta que “hizo comentarios en voz alta, y yo me di cuenta que con ellos trataba de de hacerme descubrir, a través de su propia sensibilidad, las reglas de la creación artística”. 

Como es lógico Dovjenko aceptó encargarse del proyecto. El personaje real elegido para protagonizar el filme (y dibujar un claro subrogado de Stalin) fue Nikolai Shchors, joven jefe militar que agrupó en torno a su persona una brigada conocida con el nombre de los Boguns en homenaje a los viejos cosacos de las estepas ucranianas y que, en compañía del Regimiento Tarashchanks movilizado por el campesino Vasil Bozhenko, combatió, primero, a los invasores alemanes y austro-húngaros y sus colegas del gobierno títere sostenido en aquellas tierras por los ocupantes en la Ucrania de 1918 y, después, en la guerra civil que iba a enfrentar a los partidarios de la revolución bolchevique contra las fuerzas reaccionarias del Ejército Blanco. Once meses duró la escritura del guión (en las que las intromisiones del propio Stalin y su círculo próximo fueron constantes). Veinte meses se prolongó el rodaje que se vio afectado no solo por una equivocada elección del actor destinado a interpretar a Shchors que tuvo que ser sustituido, sobre la marcha por Ievgeni Samoilov que dio al personaje la dimensión estatuaria que parecía convenirle, sino sobre todo por el hecho de que en aquellos años finales de la década estaban en su apogeo las “purgas” que iban a diezmar a la sociedad soviética alcanzando a todos los estratos de la misma y devastando un país en el que la paranoia stalinista de la sospecha de traición se instaló en la conciencia de todos los rusos. Coincidiendo con el rodaje de Shchors tuvieron lugar, por ejemplo, las purgas que “limpiaron” el cuerpo del ejército de oficiales ucranianos (acusados de nacionalismo, sospecha que siempre planeó sobre Dovjenko) y, caso que afectó directamente al filme y a su director, acaeció el arresto y la posterior ejecución de Ivan Duboi, teniente del ejército de Shchors, obligado a firmar una sospechosa declaración de haber asesinado a su comandante veinte años antes. Se daba el caso de que Dovjenko, viejo conocido de Duboi, le había contratado para asesorar el rodaje como conocedor de primera mano de los acontecimientos representados. Todo parece indicar que este suceso está en el fondo de una de las principales interrupciones de la filmación, causada por un grave infarto que golpeó a su director.

 

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¿Qué podemos decir de Shchors, en concreto? Una primera obviedad: afirmar que el filme muestra lo que muestra y cómo lo muestra como resultado visible de la tensión que lleva en su interior. Porque Shchors es un filme en tensión permanente. Tensión entre el “programa” propuesto desde las instancias de control político y la manera del cineasta y su equipo de cumplirlas; tensión entre las reglas del recientemente instaurado “realismo socialista y el estilo particular de Dovjenko muy visible pese al corsé en que se ve obligado a moverse; tensión entre la dimensión histórica del personaje (de los personajes) y el momento en el que sus acciones pasadas son presentadas al espectador soviético del momento; tensión entre los conocimientos de primera mano que tenía Dovjenko del ambiente en que sucede el relato y las necesidades de describir el estereotipado “héroe positivo” que se le reclamaba dibujara; tensión, en fin, que atraviesa toda la obra del cineasta ucraniano, entre el discurso político (al que no hay que olvidar Dovjenko se adhería plenamente) y su singular manera de expandir las costuras de un “realismo” cada vez más limitador.

El resultado de todas estas tensiones y el personalísimo talento cinematográfico de Dovjenko son las que están detrás del extraordinario interés que tiene el filme. Ya en 1932, con Ivan estas tensiones se habían puesto de manifiesto cuando el cineasta en la cuenca del ucraniano río Dnieper, puso a punto su canto, a un tiempo épico y lírico, a los trabajadores que en el marco del Primer Plan Quinquenal orquestado por las autoridades de la Rusia Soviética, tratan de construir una gran central hidroeléctrica. Como siempre en su autor, en este filme nos daremos de bruces con la extraordinaria potencia panteísta del cineasta aliada a su nada dudosa voluntad propagandista de los valores ejemplares del comunismo. En este film “heterodoxo y no naturalista que hizo desconfiar a los críticos soviéticos”, en palabras de Jay Leyda, una de las secuencias centrales muestra un accidente de trabajo que afecta a uno de esos héroes populares entregados en cuerpo y alma a la causa del proletariado (los llamados udarnik). Desgarrada por el dolor, tras contemplar el cadáver del trabajador, la madre del muerto comenzará a correr atravesando toda la cantera seguida en grandes travellings por la cámara de Dovjenko. Entrará en el edificio de la administración y atravesando nada menos que diez puertas que parecen abrirse solas desde dentro ante su impulso, se plantará ante el responsable político de la obra. La mujer escuchará en respetuoso silencio la conversación que el jefe del Partido está manteniendo en ese momento por teléfono instando a sus colaboradores a combinar el esfuerzo productivo con la máxima seguridad para los trabajadores, como respuesta al fatal accidente. Terminada la conversación el funcionario preguntará amablemente a la mujer que desea. La contestación resume el complejo sentido político de la escena: “nada”. 

Lo que me interesa destacar de esta escena es, precisamente, su ambigüedad fruto del frotamiento entre una coyuntura histórica y de una manera de poner en escena y montar las imágenes. Porque, ¿Cuál es el significado que debemos atribuir a esas diez puertas que debe cruzar la mujer para llegar hasta el responsable? ¿Y si debiéramos tomarlas como una crítica en acto (cinematográfico) de la distancia que separa a los trabajadores de a pie y a la burocracia? Y el diálogo que mantienen, ¿supone un reconocimiento de que se ha tomado nota de que deben modificarse las condiciones de trabajo o, por el contrario, su mutismo final responde a que el personaje femenino ha comprendido la distancia insalvable que separa su tragedia individual del mundo en que viven los políticos?

En Shchors esta ambigüedad funciona de manera similar ayudada por la construcción narrativa siempre “suelta” de nuestro cineasta. Con la diferencia de que a diferencia de lo que sucedía en Ivan, en Shchors el personaje principal está en todo momento “doblado” por esa contraparte que supone el emotivo personaje de Bozhenko, representante de todas las virtudes (y contradicciones) del campesinado ucraniano. Ahí donde Shchors despliega el gesto grandilocuente, la autoconciencia narcisista del héroe, su intelectualidad pedante, Bozhenko solo es capaz de vivir en el presente; ahí donde Shchors es mostrado como un superhéroe (no bebe, no duerme, solo es capaz de escribir a su esposa para atiborrar la carta de datos militares, sus conocimientos son enciclopédicos y si le falta información siempre puede recurrir a la autoridad de Lenin), Bozhenko (conocido por sus fieles como Batko/Padre) reacciona con humanidad ante el asesinato de mujer y suple su falta de formación con una intuición impagable; dónde Shchors es un fanático de la disciplina a la que está dispuesto a sacrificarlo todo, Bozhenko se deja llevar por sus propios impulsos. Dovjenko lo tenía claro: “encontré mucho más fácil crear al personaje de Bozhenko que el de Shchors”, entre otras razones porque le recordaba a su abuelo que ya le sirvió de fuente de inspiración en Zemlya (La tierra, 1930). Manifestación, en resumen, de la resistencia del cineasta a la fabricación de eso que más arriba he denominado imágenes idólatras.

Por eso las razones para que se modifiquen las circunstancias de la muerte de Shchors, que murió en combate en Agosto de 1919, y se le muestre, al final del filme, pasando revista desde una ventana, con la mirada perdida en el infinito, a los cachorros del Ejército Rojo que se han formado en la escuela militar que ha promovido, son las que son y responden a las necesidades políticas que están tras la idea del proyecto: los líderes reales tienen la capacidad de ver y modelar el futuro, y para ilustrarla no dejan de hacer suya la retórica más banal del “realismo socialista”, sumergiendo al espectador en las procelosas aguas de la “idolatría”. Si tuviéramos que definir, por su parte, la escena de la muerte de Bozhenko (que, como Shchors, también murió en combate apenas unos días antes que su jefe y compañero) deberíamos señalar que nos trasportan a una dimensión diferente, haciendo patente una distinta implicación del cineasta en ella, al construir una forma poética en la que la vida individual, el drama de la guerra y la naturaleza no-indiferente (para decirlo con palabras de Eisenstein) adoptan una disposición elegíaca que se aleja, de forma significativa, de la sequedad y convencionalidad de las fórmulas artísticas promovidas desde las instancias culturales del poder soviético. En el fondo, las imágenes materialistas de Dovjenko (y de ahí las desconfianza del líder supremos y su camarilla hacia ellas) funcionan como un antídoto al culto a la personalidad y no deben ser confundidas con ese supuesto “panteísmo” que se le suele atribuir.  

Así resume Jay Leyda las escenas más sobresalientes del filme (a las que se podría añadir la imagen que lo abre -y que puede servir de emblema del cine de Dovjenko-, de los girasoles que se recortan contra el humo de las explosiones) y donde se encuentra una obvia referencia a la que la clausura en términos cinematográficos ya que no políticos:

Shchors deja en la memoria imágenes ardientes de muerte y vida apasionada. Para pasar de la ferocidad despiadada del comienzo a la trágica endecha del final -ambas presentadas en los mismos campos destrozados- dio a la película una forma amplia que puede absorber cualquier perorata. Pero toda la retórica de la película está superada por lo ‘cinematográfico’: caballos sin jinetes, ruinas humeantes de hogares y vidas destruidas, una bulliciosa procesión nupcial que se hace oír en medio de un bombardeo, la caballería a través de las praderas nevadas, las bandas militares a disposición de cualquier triunfador, luchas cuerpo a cuerpo, caballos sin jinetes, cuadros todos que llueven sobre la pantalla”.

Nada menos que Viktor Shklovski (citado por Leyda) señaló que “del mismo modo que Eisenstein profundizó infinitamente la pantalla con Alexander Nevsky, Dovjenko la amplió”. Vida y destino.

 

Santos Zunzunegui

 
Descripción Corta

Presentada por Santos Zunzunegui, Shchors es un filme en tensión permanente. Tensión entre el “programa” propuesto desde las instancias de control político y la manera del cineasta y su equipo de cumplirlas; tensión entre las reglas del recientemente instaurado “realismo socialista y el estilo particular de Dovjenko.

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