19:00 Presentación: Santos Zunzunegui
20:00 Stars in my Crown, Jacques Tourneur, EUA, 1950, 86'
Stars in My Crown (Jacques Tourneur, 1950)
La serie B del cine norteamericana siempre ha reservado sorpresas agradables para los que en un momento dado hayan preferido los placeres fuertes pero improbables a los sabores comunes y habituales de la producción estandarizada puesta a punto por, primero, los grandes estudios en los años del apogeo de Hollywood y, después, por los grupos económicos que controlan en nuestros días el desarrollo de los gigantescos conglomerados de la comunicación.
Si en la serie B cinematográfica (por memoria: filmes muy baratos, de poco más de una hora de duración, con actores que no forman parte de la primera línea del Star System, rodados en apenas quince días y abiertamente de “género”, concebidos, en fin como películas “de complemento”) siempre han existido lo que en la jerga de la profesión se conocía con el nombre de filmes “Nervous-A”, para indicar que se trataba de obras que aspiraban a levantar su cabeza por encima de la limitaciones contextuales en las que se inscribían, la misma idea puede servirnos para ubicar a una serie de directores cuyo trabajo puede considerarse en muchos casos de relevancia estética elevada.
Sin duda, el principal candidato a encuadrarse en esta categoría es Jacques Tourneur, un cineasta todo terreno, capaz de hacer un cine “eficaz y conciso” y que ha atravesado el cine USA “sobre una cuerda y como en un sueño” (en palabras de Jean-Louis Comolli) y que, ya a principios de los años sesenta del pasado siglo, había despertado el interés de la crítica francesa (Présence du cinéma, Cahiers du cinéma) y de la española que se miraba en el espejo de la anterior (Film Ideal). Para las décadas de los setenta y ochenta Tourneur, coincidiendo con sus retrospectivas en los festivales de Edimburgo (1975) y San Sebastián (1988) y la correspondiente edición de dos libros colectivos que lo expusieron definitivamente a los ojos de la crítica más amplia, se había convertido en el ejemplo perfecto de esos cineastas capaces de trascender las limitaciones del marco que constreñía su talento en la serie B hollywodiense.
Para utilizar las palabras que Martin Scorsese eligió para definirle (junto a otros cineastas similares) estamos ante un “contrabandista”, alguien capaz de transformar materiales de rutina en una forma personal de expresión. Hasta el punto de que, como sucede con las tres elegantes películas (La mujer pantera, I Walked with a Zombie y The Leopard Man[1]) con las que Tourneur contribuyó al ahora celebérrimo ciclo de cine de terror que el productor Val Lewton[2] pergeñó para la RKO en los años cuarenta del pasado siglo, en las que nuestro hombre fue pieza clave en la puesta a punto de un estilo cinematográfico que se definió como “oblicuo”: “cuanto menos se ve, más se cree”. Estilo llamado a revolucionar el cine fantástico, dictando una lección que no deberían olvidar los fanáticos de la casquería. De ahí que Scorsese (cinéfilo avezado) sostenga, razonablemente, que un modesto filme de género como La mujer pantera “es tan importante como Citizen Kane en el desarrollo de un cine americano más maduro”.
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Nada de lo dicho más arriba debería hacernos caer en la fácil tentación de buscar una supuesta homogeneidad en la obra de Tourneur, más allá de algunos elementos que reaparecen, aquí y allá, en sus mejores obras. Para evitar cualquier tentación, presente en alguna de las recientes evaluaciones de su trabajo, diremos que si Tourneur no es un autor en el ya caducado sentido que se dio en un momento a esta noción en el campo cinematográfico, es algo mejor que eso. Se trata de un cineasta, recuperando la vieja y significativa oposición que Roland Barthes acuñó y que nos ayuda a distinguir la gente que hace cine de aquellos que son cineastas. Jacques Tourneur que, como Jean-Claude Biette supo ver con perspicacia, “siempre se movió en la aceptación y su consecuencia, la renuncia”, nunca dejo de pertenecer, sin duda, al campo de los segundos. Desde ese punto de vista es como hay que ver la película de la nos vamos a ocupar de inmediato y que ocupa un lugar trascendental en su carrera, en la medida en que la realiza, por elección propia, en un momento en que su figura empezaba a despuntar y que, pese a sus notables cualidades, acabaría relegándole al pelotón de los cineastas que quedaron confinados definitivamente en los filmes de bajo presupuesto. Lo que le obligó a continuar su obra, a veces con resultados artísticos más que satisfactorios, en mínimos westerns, sugestivos filmes de aventuras, extravagantes adaptaciones de poemas de Edgar Allan Poe e incluso péplums rodados en Europa, ya en las postrimerías de su carrera, y realizados a mayor gloria de afamados culturistas convertidos en actores (?).
Todo esto tiene que ver con que Stars in My Crown, el filme que surge de un encuentro informal de Tourneur con su amigo el productor de la Metro Goldwyn Mayer William Wright, que le dejó leer el guión redactado por Margaret Fitts a partir de una novela de Joe David Brown cuya filmación se iba a poner en marcha de inmediato con un pequeño presupuesto, apenas doce días de rodaje y por un director de la casa pagado semanalmente. Impactado por el material, Tourneur consiguió que su amigo le dejara dirigir el filme. Lo que tuvo consecuencias inmediatas pese al espléndido resultado conseguido por el cineasta que, desde entonces, vio sus futuros ingresos profesionales reducidos al nivel de los obtenidos en esta filmación y cortocircuitando, en buena medida su futuro profesional.
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¿Qué es Stars in My Crown? A primera vista un sencillo y modesto western, en la medida en que sus peripecias relatadas mediante una voice over por John Kenyon (interpretado por el, entonces, actor infantil Dean Stockwell) adulto desde un futuro innominado se ubican en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil que enfrentó a la Unión contra los Estados Confederados del Sur, en una pequeña población llamada Walesburg. Pero sin dejar de ser un western (las marcas genéricas están bien presentes) el filme pertenece a una categoría más amplia que denominaríamos americana, expresión con la que en USA se hace referencia a un conjunto de artefactos culturales de cualquier tipo en los que se recoge, de forma evidentemente nostálgica, todo lo que puede contribuir a individualizar una idea de los Estados Unidos, entre singular y bucólica[3]. Las imágenes que abren Stars in My Crown (convocadas por la voz de John Kenyon) nos sumergen de hoz y coz en la sencilla vida cotidiana de una pequeña población del sur de los EEUU. Uno de los planos de esa serie de presentación nos muestra una familia de color, tema que, aunque no se insista en ello de momento, será relevante en el desarrollo del relato. Para que nos entendamos con rapidez, no estamos muy lejos del universo creado por John Ford en sus obras protagonizadas por Will Rogers (Doctor Bull, 1933; Judge Priest, 1934; Steamboat Bend the River, 1935; y, posteriormente, en el tardío remake de la segunda de estas piezas, The Sun Shines Bright, 1953).[4]
Y ya que estamos con este tema, convendría destacar que la música, más o menos autóctona, juega un rol consustancial en el tema de la Americana. Por eso no hay que perder de vista el papel que juega en el filme de Tourneur un himno gospel titulado Will Be There Any Stars in my Crown[5], predilecto de la figura central de la historia que, ya es hora de decirlo, no es otro que el Pastor Josiah Doziah Gray, (interpretado por un Joel MacCrea en estado de gracia y como comprobará cualquiera que vea el filme no se trata de una expresión metafórica), que irrumpe en la ficción decidido a instalarse como guía religioso de la comunidad de Walesburg, llevando a cabo su primer sermón (“empezando por el principio”, como dirá; tampoco estamos ante una metáfora) en el saloon local doblemente armado con la Biblia y un par de revólveres que, curiosamente, ya nunca volverá a empuñar. Este himno favorito del Pastor acompañará el desenvolvimiento de la historia desde su primera imagen hasta la última (no hace falta decir que son la misma, en justo retorno al lugar de donde, en términos morales, nunca salimos) además de dar lugar a un amable desencuentro matrimonial entre el pastor y su esposa Harriet (Ellen Drew), tía del que se convertirá en hijo adoptivo de la pareja, John Kenyon, cuya memoria, sin duda idealizada, de la infancia nos sirve de guía y filtro para acceder al relato y a su sentido.
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Pero la pequeña comunidad imaginada en las reminiscencias de John Kenyon también estará atravesada por conflictos. De dos tipos: uno, que va a enfrentar dos maneras de concebir cuales deben ser las reglas que deben organizar la vida de la colectividad, encarnadas en el escéptico y cientifista Doctor Daniel K. Harris Jr. (James Mitchell) que habrá “heredado” de su padre el cuidado de los cuerpos de un grupo humano con el que, pese a su probada capacidad médica, su seriedad no le ayudarán a empatizar. El otro, encarnado por el hombre que cuida la salud de las almas de la población, el Pastor Gray. El primer encontronazo entre ambos, entre dos maneras de concebir el mundo, se realizará en medio de la epidemia de fiebres tifoideas que asolará al pueblo. Ante el cadáver de una mujer, el primero afirmará, “todo ha terminado”. Responderá el segundo: “ahora es cuando todo comienza”.
El drama que supone para Walesburg la incontrolable epidemia de tifoideas hará alcanzar su cenit a la oposición entre estas dos formas de entender la vida, en la que es, sin duda, la más bella escena del filme. Llamado por una de sus feligresas para que le acompañe en sus últimos minutos, el Pastor Gray acude a casa de la mujer, relevando al exhausto joven doctor junto al lecho de la enferma. El atribulado ministro, arrodillado y con los ojos cerrados, reza ante el lecho en el que está a punto de expirar, desahuciada por la ciencia médica, una de sus conciudadanas. El plano general nos permite atisbar en el fondo de la imagen la ventana de la habitación. De pronto, una brisa imperceptible comienza a agitar, primero, el pábilo de una vela situada en primer término y que ilumina de forma tenue la habitación, seguido de inmediato y con más fuerza por las cortinas de la ventana situada en la profundidad de campo de la imagen. El corte nos conduce, primero a un primer plano del Pastor orando y, de inmediato a otro que permite apreciar como la moribunda (¿o muerta?) mueve sus manos que buscan y encuentran las del pastor sumido en sus plegarias. Los que conozcan bien el cine de Tourneur no se habrán sorprendido: para él, en sus mejores películas, el cine no consistía sino en hacer visible lo invisible[6].
Pero no todo termina ahí. Porque en esa tranquila y mínima ciudad también anida la codicia y el racismo. Con el pretexto de que la veta de su mina de mica continúa bajo la modesta propiedad de Uncle Famous (Juano Hernandez), anciano negro que habita una cabaña junto al río, Lon Beckley (Ed Begley), propietario también del colmado local, intenta comprarle sus tierras por cuatro cuartos. La educada negativa del anciano negro hace resurgir, nada menos que al Ku-Kux-Klan que asola sus cultivos y derriba su vivienda. Famous solo encontrará la solidaridad del Pastor Gray y de la familia Isbell formada por el padre Jed (Alan Hale), la madre y sus cinco hijos varones. Pero, y esto es lo interesante, una amistad indestructible existe desde antaño entre el Pastor y Jed Isbell, amistad forjada, como explica la voice over, durante la contienda civil cuando lucharon juntos desde “Fort Danelson hasta Missionary Ridge”. Esta toma de postura que enfrentará a su líder espiritual con su comunidad (los Isbell son más bien refractarios a cosas de iglesia) nos descubrirá que los rescoldos del enfrentamiento que acababa de asolar el país perviven todavía. Y nos indicará que tanto el Pastor Gray como Jed Isbell acompañaron las campañas que pusieron a Ulysses Simpson Grant bajo el punto de mira de un Abraham Lincoln que, dejando de lado los prejuicios que contra el general existían entre las élites de Washington a partir de su controvertido papel en la batalla de Shiloh, con un perentorio “este hombre lucha”, le entregó el comando general de los ejércitos de la Unión. Y revelando, de paso que tanto Gray como Isbell son hombres fieles a los ideales abolicionistas del Presidente Lincoln y que han forjado su carácter en la guerra que estuvo a punto de dividir para siempre la “casa americana”.
Esto permite entender en toda su dimensión la escena en la que, renunciando a sus pistolas (entre los árboles cercanos aguardan armados hasta los dientes los fornidos varones de la familia Isbell, para proteger la vida de su amigo), el Pastor se enfrenta a sus propios feligreses embutidos en las siniestras túnicas del KKK, cuando movilizados por Lon Beckley intentan linchar a Uncle Famous. Desde el porche de la casa, en una pose no muy distinta de la que John Ford había hecho adoptar a Henry Fonda en su encarnación de Lincoln (El joven Lincoln, 1939), Gray lee a sus conciudadanos el emotivo testamento de un Uncle Famous que lega a cada uno de ellos sus magras pertenencias (empezando por nombrar al hombre que le liberó de la esclavitud). A la luz de las antorchas, progresivamente movidas por un viento que sopla cada vez con mayor intensidad, Gray consigue detener el proyecto homicida y hace abandonar el lugar a los avergonzados asaltantes. Cuando estos desaparezcan, Gray arrojará al suelo las hojas que acaba de leer. Un remolino las desplazará hasta los pies de John Kenyon que descubrirá, entonces, que están en blanco. El viento sopla donde quiere.
SANTOS ZUNZUNEGUI
[1] Las dos últimas nunca se estrenaron comercialmente en nuestro país.
[2] Su auténtico “autor”, si es que esta palabra tiene sentido en el marco de una institución en la que “el genio era el sistema”, en palabras de André Bazin
[3] Tomemos como típicas de esta “actitud” el cuidado del cineasta a la hora de ambientar las escenas caseras: los rituales corales y gastronómicos o la presencia de determinados artefactos, como es el caso del ventilador de plumas que “adorna” la mesa de la cocina de la casa familiar de los Gray y que contribuye a crear el “efecto época”.
[4] No deberíamos echar en saco rato las concomitancias iconológicas (el mundo de las comunidades religiosas) y de cuadros situacionales (p. e., la pesca en el río del niño y su anciano mentor) existentes entre Stars in My Crown y La noche del cazador de Laughton. Como si la primera diseñara una visión idílica (que acabará mostrando también sus fisuras) de la Americana de la mano de Joe David Brown, Margaret Fitts y Jacques Tourneur y la segunda pusiera en escena, sin ambages, la cara oculta y perversa de aquella tal y como la pintan David Grubb, James Agee y Charles Laughton.
[5] Sabemos que la letra que acompaña a la música la escribió Eliza E. Hewitt en 1897 (por tanto, estamos en pleno ejercicio del anacronismo -territorio fundamental para el cultivo genérico de la Americana- ya que el filme se desarrolla poco después del fin de la guerra de Secesión que terminó en 1865), mientras que su música suele atribuirse, sin pruebas del todo convincentes, a John Robson Sweeney, autor de varios reputados cancioneros recopilatorios de música popular. A parte de la versión coral que oímos en la película, puede escucharse la clásica versión de The Cox Family con Alison Kraus.
[6] No me parece inoportuno traer a colación en esta escena un filme aparentemente tan distinto como Ordet (Carl Th. Dreyer, 1955). Por si fuera poco, la pareja de planos que muestran primero, en un encuadre cenital a John Kenyon y su amigo Chase Isbell sobre el heno acumulado en una carreta durante la cosecha, seguido de otro que muestra su punto de vista sobre las copas de los árboles, podría pasar perfectamente por una variante “blanca” del celebrado “paseo en ataúd” de Vampyr (Carl Th. Dreyer, 1932).
¿Qué es Stars in My Crown? A primera vista un sencillo y modesto western.